viernes, 5 de junio de 2015

Israel, un trozo de tierra prometida entre el desierto y el mar

La cúpula dorada de la mezquita de la Roca/C.P.

En Israel cada piedra esconde una historia. Encrucijada de caminos y escenario de crueles guerras durante siglos, la prometida tierra bíblica sorprende al viajero por su extrema complejidad. Para disfrutar del país es necesario vaciar la mente de prejuicios y dejarse cautivar por su insólito paisaje mediterráneo y desértico, su cultura hecha de muchas culturas y su gente de procedencias diversas. Situado en una de las zonas más conflictivas del mundo, Israel deslumbra por la belleza de sus ruinas milenarias y maravilla por su capacidad de resistencia como pueblo y por el delicado equilibrio que mantiene entre modernidad y antigüedad.

Hablar de Israel es hablar, irremediablemente, de Jerusalén. Ciudad tres veces santa, venerada por millones de personas de todo el mundo y disputada durante siglos por judíos, cristianos y musulmanes, su visita es una dura prueba para el forastero porque el peso de la religión es abrumador. En la ciudad antigua, amurallada y rodeada de barrios residenciales que se extienden por el desierto hasta el horizonte, se mezclan la magia y la tragedia. La delicada convivencia entre las tres religiones monoteístas de occidente puede saltar por los aires en cualquier momento: basta mover una piedra para que salten chispas y se declare un incendio de impredecibles consecuencias.

Cualquier rincón es bueno para leer libros sagrados/C.P.

La espiritualidad se respira en el ambiente y hay que dejarse llevar por ella a pesar de la presencia constante de militares con las ametralladoras al hombro. En un escenario relativamente pequeño los monumentos de visita obligada se amontonan y la paciencia es requisito indispensable para combatir el fanatismo religioso y la obsesión por la seguridad. Para contemplar el Muro de las Lamentaciones hay que pasar un estricto control de acceso, para llegar hasta la Cúpula de la Roca hay que hacer colas interminables y para visitar el Santo Sepulcro nada mejor que una buena dosis de humor para soportar las aglomeraciones y el escándalo que producen las misas celebradas a la vez en un espacio claustrofóbico saturado de olor a axila, incienso y cera.

Caminar por el zoco es como hacer un viaje en el tiempo. Las tiendas de recuerdos, mayoritariamente en manos de árabes israelíes, nos acompañan durante el recorrido por los lugares santos y en cualquier esquina nos puede sorprender un grupo de cristianos recorriendo la versión moderna del Vía Crucis de Jesús con una gran cruz a cuestas que se van turnando con un gran fervor. Jerusalén da nombre también a un síndrome caracterizado por los delirios y los brotes psicóticos. El síndrome de Jerusalén, diagnosticado por primera vez por el médico israelí Yair Bar durante los años ochenta, es más frecuente en cristianos protestantes y se caracteriza por la identificación completa con un personaje bíblico. Moisés, David, Jesús y San Juan Bautista son los preferidos y no es nada extraño encontrarse en la calle con un extranjero vestido con túnica de nazareno y hablando solo.

Para liberarse del sofocante peso de la religión y de la historia, nada mejor que visitar la moderna y cosmopolita Tel Aviv. Los pocos kilómetros que la separan de Jerusalén son un mundo. Bañada por el Mediterráneo y con una larga playa bordeada de cafés, bares y tiendas, la joven ciudad cautiva por su intensa actividad comercial y cultural. Sus amplias avenidas salpicadas de bellos edificios de estilo moderno y art déco invitan a salir sin miedo y a caminar sin rumbo fijo. Lo más probable es que nuestros pasos nos lleven hasta Jaffa y su bello puerto. La antigua ciudad árabe es actualmente el barrio bohemio de Tel Aviv y su casco viejo ha renacido de las cenizas de las sangrientas guerras entre judíos y árabes como importante centro artístico, cultural y gastronómico.

En Yardenit, el bautizo en el río Jordán es un gran negocio/C.P.

En Israel, la religión se ha convertido en un lucrativo negocio. En la cristiana y musulmana Nazaret, la empinada calle principal del casco antiguo que transcurre desde la plaza donde aparcan los autocares de turistas hasta la desconcertante iglesia de la Anunciación situada en la cima está salpicada de tiendas donde se comercia y regatea en decenas de idiomas con reliquias, crucifijos, agua bendita y estatuas de la Virgen María. Lo mismo ocurre en Yardenit, población situada a los pies del mítico río Jordán, cerca del Mar de Galilea o lago Tiberiades, dónde miles de peregrinos acuden cada año a bautizarse en el mismo lugar que cuenta la Biblia que lo hizo Jesús sin importarles ni el agua contaminada ni el desorbitante precio que tienen que pagar por el alquiler de las toallas.

Ya en territorio palestino, visitar Belén es también una prueba de fe y de paciencia, sobre todo para sortear los estrictos controles militares situados en el feo muro de hormigón que separa Israel de Palestina y que recuerdan que la línea que separa víctimas de verdugos puede ser muy fina. La ciudad bíblica donde pasó su infancia el rey David de los judíos es hoy un importante centro de peregrinación cristiano para visitar la gruta de la iglesia de la Natividad donde se asegura que nació Jesús. Las colas para bajar a la gruta ocupan toda la nave central y los guías locales se inventan mil y una tretas para acortar el tiempo del tour cultural y alargar la visita a la tienda de recuerdos de la familia.

El rey David, símbolo del valor del pueblo judío/C.P.

Para los amantes del desierto, nada mejor que visitar las imponentes ruinas arqueológicas de Masada, en otro tiempo fortaleza judía inexpugnable construida por Herodes y hoy símbolo del orgullo de un pueblo que sigue vivo a pesar de siglos de persecución. Masada se yergue sobre el Mar Muerto, un insólito mar interior de agua salada donde bucear es imposible. Tanto Israel como Jordania han sabido explotar sus teóricas propiedades terapéuticas construyendo en sus orillas balnearios y comercializando sus sales y otros productos de belleza. Sin embargo, la gallina de los huevos de oro podría acabarse: la reducción del caudal del río Jordán por la sobreexplotación agrícola está desecando esta maravilla de la naturaleza y el proyecto japonés de renovar sus aguas con un canal que lo conecte al Mar Rojo sigue guardado en un cajón. Israel, como su paisaje y su gente, es un pequeño milagro entre el desierto y el mar.

El reportaje sobre Israel se publicó en el Diario de viajes de eldiario.es del mes de diciembre.

jueves, 4 de junio de 2015

Cantabria: castellana vieja de rotunda piedra


Claustro de la Colegiata románica de Santillana del Mar/C.P.


Encajonada entre dos territorios históricos con una lengua propia y una fuerte personalidad, Cantabria es la prolongación de Castilla hacia el norte. Así me la definió un amigo cántabro cuando le expliqué mi intención de visitar su tierra. Nunca antes había visto tantos cinturones, cuellos de jerséis y correas de reloj con la bandera española como vi durante el viaje. Quizás, el hecho de estar entre Asturias y Euskadi haya obligado a Cantabria a mostrar su españolidad de forma tan exagerada.

Sólo en los extremos se suaviza y se muestra más permeable a las influencias de sus irreductibles y orgullosos vecinos. Castro-Urdiales se ha convertido en una ciudad dormitorio para los bilbaínos que han buscado vivienda a precios más económicos mientras que en el otro extremo, en San Vicente de la Barquera, los lugareños hablan ya un castellano con un marcado acento asturiano que hace las delicias del forastero. Entre una punta y otra hay un mundo lleno de playas paradisíacas y mar bravo con buena pesca, de verdes prados donde pastan las vacas y crecen las begonias. El aire fresco corta la respiración en los escarpados Picos de Europa y el cielo casi duele de tanto azul.

Cantabria es rica y señorial, construida de piedra rotunda. Se ve en los bellos edificios que salpican pueblos costeros como Comillas y en pueblos del interior como Santillana del Mar, Bárcena Mayor, Carmona o Potes; se ve en las calles y en los elegantes paseos marítimos de la regia Santander o de Santoña, cuna de Luis Carrero Blanco, mano derecha del dictador Franco a quién la localidad honra con un monumento. Cantabria es también marinera en San Vicente de la Barquera, campesina y ganadera en el Alto Campoo y el Valle del Cabuérniga, y minera e industrial en Reinosa y Torrelavega. Sin embargo, es inevitable que al final se imponga un cierto olor a rancio abolengo de castellano viejo y con dinero.

Lugar de veraneo privilegiado por sus amplias playas de arena blanca y sus frías aguas que cortan la respiración del viajero ante tanta belleza y hacen las delicias de los surfistas, la tierra que da vida al río Ebro en Fontibre ha sufrido también en sus carnes la herida de la especulación inmobiliaria aunque no tanto como el torturado Levante. En agosto sus costas abarrotadas de apartamentos y chalets se llenan hasta la bandera de familias de bien, casi todas descendientes de militares y de curas que medraron en el antiguo régimen, y de nuevos ricos. Todos huyendo del calor mesetario.

Una de las muchas playas paradisíacas de Cantabria/C.P.

La señorial Santander se mira en el mar. Situada cerca de la boca de una profunda bahía, la bella capital cántabra tiene un activo puerto y se extiende por la costa en torno a la península de la Magdalena, un promontorio sobre el que destaca el palacio de la Magdalena, residencia de veraneo del rey Alfonso XII y actualmente sede de los cursos de verano de la prestigiosa Universidad Internacional Menéndez Pelayo. Sorprende que su centro histórico, presidido por la catedral, sea tan moderno y la razón es que tuvo que reconstruirse completamente por culpa de un incendio que en 1941 arrasó casi toda la ciudad vieja. La impresionante playa del Sardinero, situada al norte de Santander, da nombre a todo un barrio lleno de mansiones, elegantes cafés y un imponente casino, y es el lugar idóneo para pasearse y lucir la ostentosa riqueza de los collares de perlas después de salir de misa.

A medio camino entre Santander y la bella Comillas, donde el modernismo de los arquitectos catalanes Antoni Gaudí y Joan Martorell ha dado vida a bellos edificios como El Capricho y la Universidad Pontificia, queda Santillana del Mar. Curioso nombre para una de las villas más bellas del país ubicada tierra adentro y parada obligada antes de visitar la réplica de las cuevas de Altamira. Su conjunto de casas de piedra de los siglos XV y XVII se conservan prácticamente igual a pesar de la insoportable invasión turística que cada verano colapsa el centro y hace prácticamente imposible caminar o aparcar el coche a una distancia asumible para el visitante.

A pocos kilómetros de Santillana del Mar se encuentran las cuevas de Altamira, uno de los mejores conjuntos de arte prehistórico del mundo descubierto en 1869 por un cazador y considerado la Capilla Sixtina del arte rupestre. Sus pinturas y dibujos, como los famosos y coloridos bisontes que le han dado renombre internacional, se remontan al Paleolítico y demuestran que el hombre puebla las tierras cántabras desde hace miles de años.

Dejando atrás los hermosos paisajes que dibuja el vaivén de las mareas, sobre todo en San Vicente de la Barquera, Cantabria también es montaña. Comparte con Asturias y Castilla y León una de las bellezas naturales más importantes del norte de la península ibérica: el parque nacional de los Picos de Europa. En los días claros, la imponente cordillera se divisa desde mar adentro y el Naranjo de Bulnes –ya en tierras asturianas- con su cresta ondulada y su altura de 2.519 metros da la bienvenida a los agotados marineros.

Pescadores de San Vicente de regreso a puerto/C.P.

Desde San Vicente, la carretera se adentra hacia el interior por el desfiladero de la Hermida donde las profundas gargantas se combinan con las altas peñas y acaba de repente en el parador de Fuente Dé. Ante sí, el viajero descubre un imponente muro de granito que se puede sortear gracias a un teleférico que sube unos 900 metros hasta una sobrecogedora meseta agujereada por cráteres y glaciares. Las vistas son espectaculares como también lo es la interminable cola que hay que hacer previamente para subir.

Potes, con sus viejas casas asomadas al río, es el centro logístico de la zona de los Picos de Europa. Situado en el ancho valle de Liébana, el pueblo tiene un hermoso centro urbano del siglo XV. Sus vetustas casas de montaña se amontonan unas encima de otras para protegerse del duro invierno y sus calles empedradas se llenan de ruidosos turistas y montañeros cada verano. El turismo ha transformado para siempre la vida de este pueblo conocido por su famoso orujo y sus quesos como lo ha hecho con el resto de la región. El mérito es que, a pesar de todo, Cantabria sigue fascinando por su belleza.

El reportaje sobre Cantabria se publicó en el Diario de viajes de eldiario.es del mes de noviembre.


Granada huele a incienso y mirra


Granada, desde el mirador de San Nicolás/C.P.

Cada año, entre Domingo de Ramos y Domingo de Resurrección, la Granada árabe nazarí cede su protagonismo indiscutible a la Granada cristiana. Durante ocho días, las 34 hermandades toman la ciudad. El fervor religioso de los granadinos vestidos con sus mejores galas se mezcla con la curiosidad de los miles de turistas que llegan de todo el mundo atraídos por la Semana Santa andaluza y por la belleza sin igual de la Alhambra.

Las procesiones colapsan las calles y las bandas de música marcan el paso de los sufridos costaleros y de los nazarenos que expían sus pecados caminando descalzos. Ya no canta saetas el maestro Enrique Morente al Cristo de los Gitanos pero el penetrante olor a incienso y mirra quemado con carbón sigue perfumando el aire hasta marear. En las numerosas iglesias es exponen los elaborados palios de la Virgen y del Cristo decorados con velas y flores. Duelen los ojos de tanto adorno barroco dorado y plateado.

Incienso para los pasos de Semana Santa/C.P.

En Granada, lo árabe y lo cristiano se entremezclan en cada rincón a pesar de la destrucción que siguió a la toma de la ciudad en 1492. Los deliciosos dulces de leche frita, pestiños, torrijas y rosquillos que se venden en la pastelería López-Mezquita de la avenida de los Reyes Católicos comparten mesa con el cuscús de verduras y el té a la menta que ofrecen los restaurantes y teterías marroquíes de la calle Elvira. Algunas calles del Albaicín y de los alrededores de la Catedral conservan todavía su toponimia árabe como la Alcaicería y la plaza Bib-Rambla, cita obligada para desayunar unos churros con chocolate.

Desde lo alto de la colina Sabika, la fortaleza roja –Alhamra, en árabe- resiste el paso del tiempo y contempla impertérrita la ajetreada vida de la ciudad que se extiende a sus pies. La Alhambra es patrimonio de la humanidad desde el año 1984 y encabeza la lista de los monumentos más visitados de España superando con creces los tres millones de visitas anuales. Hay que planificar su visita con tiempo ya que las entradas se agotan en cuestión de horas. Lo más recomendable es comprarlas por Internet.

Recién descubierta por el turismo estadounidense que estos últimos años ha invadido la ciudad, la Alhambra es tan hermosa por dentro como por fuera. Durante el día, su silueta recortada sobre el fondo nevado de Sierra Nevada corta la respiración. Por la noche, sus murallas iluminadas obligan a mirar al cielo y a admitir que Carlos Cano tenía razón cuando cantaba que Granada, encajonada en el valle que riega el río Darro y que desaparece bajo la plaza de Santa Ana, sólo tiene salida por las estrellas.

El barrio más conocido de la ciudad es el Albaicín, también patrimonio de la humanidad. El barrio musulmán medieval más internacional se levanta desde la Carrera del Darro y el Paseo de los Tristes hasta el Mirador de San Nicolás y se extiende más allá superando la antigua muralla de la Alcazaba y llegando hasta el Sacromonte, el barrio del flamenco y de las cuevas de los gitanos excavadas en la montaña que ahora se alquilan a los turistas, a través de la Cuesta del Chapíz.

Casa típica entre el Sacromonte y el Albaicín/C.P.

Sus empinadas calles quitan el aliento igual que sus casas con jardín conocidas como cármenes y las tiendas de souvenirs marroquís fets a Turquia. El autobús C1 que sale desde la Plaza Nueva es una buena alternativa para llegar hasta del Mirador de San Nicolás desde donde las vistas sobre la Alhambra son espectaculares. El inconveniente es que la recoleta plaza se llena de turistas escandalosos haciendo botellón y de vendedores de artesanía, por eso es mejor contemplar la fortaleza roja desde el jardín de la mezquita situada cerca del mirador.

Una buena opción para escapar del bullicio del turismo es perderse por el pintoresco barrio del Realejo, antiguo enclave de la judería granadina situado al otro lado de la Alhambra. De la presencia judía en Granada no queda ningún vestigio a la vista y sólo el Centro de la Memoria Sefardí situado en la escondida placeta Berrocal se encarga de recordar las ricas tradiciones del pueblo judío de la Garnata al Yahud.

El Realejo, con su Campo del Príncipe lleno de bares, es zona de tapeo. También lo es la zona que rodea el Ayuntamiento y que tiene en la calle Navas su centro neurálgico. La oferta gastronómica granadina es tan impresionante como las raciones de los platos y cada barrio tiene su propia ruta de tapas. La tentación es grande, por eso lo mejor para evitar volver con unos quilos de más es pedir media ración de todo, incluso del desconcertante queso de cerdo.

Tienda de recuerdos en la Alcaicería/C.P.

La visita al baño árabe de la calle Santa Ana para sudar los excesos etílicos puede ser una original forma de despedirse de una ciudad mítica que hechiza al viajero y cuya belleza los poetas han glosado desde hace siglos.

El reportaje sobre Granada se publicó en el Diario de viajes de eldiario.es del mes de abril.

Marrakech, un mágico paraíso suspendido en el tiempo

El zoco es el centro de la vida comercial de Marrakech/C.P.

Cada tarde decenas de curiosos se dan cita en las terrazas de los cafés. Sentados con sus tés a la menta contemplan extasiados como el Sol se oculta en el horizonte. En el cielo anaranjado se recorta la esbelta silueta del minarete mientras el canto del muecín se repite hasta el infinito. Ajeno a tanta belleza, en la plaza sigue el trasiego incesante de gente y los restaurantes al aire libre relevan a los encantadores de serpientes. Es cuando Marrakech, la joya roja beduina, revela toda su magia.

Viajar a Marrakech es hacerlo a un paraíso suspendido en el tiempo, a un oasis de palmeras y agua clara rodeado de aridez rojiza. La imponente cordillera del Atlas que separa la ciudad imperial marroquí del avance implacable del Sáhara se refleja en los estanques de la ciudad y alimenta sus fuentes. El aire fresco de las cumbres nevadas hace más llevadera la contaminación e invita al paseante a abrigarse cuando se pone el Sol.

Capital del imperio almorávide que invadiría la Península Ibérica y daría a luz a Al Andalus, Marrakech erigió mezquitas, madrasas, jardines y palacios de una gran belleza con la riqueza del oro y del marfil de las caravanas. Algunos de sus monumentos todavía pueden visitarse a pesar de la destrucción que provocaron los almohades en el siglo XII.
Marrakech son dos ciudades. La antigua, amurallada, esconde las joyas más preciadas mientras que en el Guéliz, la ciudad de los colonizadores franceses, se ubican la mayoría de los hoteles como el mítico La Mamunia, donde Winston Churchill se relajaba pintando. La avenida Mohammed V es el camino más fácil para llegar hasta una de las plazas más increíbles del mundo pasando antes por la mezquita Kutubia, cuyo minarete es el hermano gemelo de la Giralda.

Los turistas son el objetivo de los vendedores de alfombras/C.P.

La plaza Djemaa el Fna es el corazón de la medina. Durante el día se llena de escribas, dentistas, músicos, encantadores de serpientes y vendedores de zumos. En ella desembocan las puertas principales de acceso al zoco, a la kasba -o fortaleza- y al Mellah, el antiguo barrio judío. Es aquí donde se concentran los riad –antiguas casas reconvertidas en pintorescos hoteles- y los monumentos: el refinado palacio de Bahía, las tumbas saadíes y el palacio del Badi, del que sólo quedan sus muros de adobe y las cigüeñas.

La plaza está rodeada de cafés y restaurantes, algunos de los cuales han sido objetivo de la bombas de los grupos islamistas, y no es difícil encontrarse con el escritor Juan Goytisolo paseando por la medina camino de casa o de tertulia en el café La France. En una de sus esquinas la mezquita que da nombre a la plaza se hace pequeña cuando el muecín llama a la oración y las alfombras se sacan a la calle llegando a paralizar el tráfico.

Los chiringuitos llenan la plaza cuando se pone el sol/C.P.

Con la noche llega el turno de los chiringuitos, de la humareda y del olor a carbón. Decenas de ellos se amontonan en la plaza ofreciendo desde pinchos morunos hasta harira, la sopa con la que los musulmanes rompen el ayuno del Ramadán. La cocina marroquí es impresionante y  hay que probar el cuscús, la tagin o estofado de carne con verduras, el cordero asado o mechui y la bastela, una especie de pastel relleno de pichón, almendras, cebolla y huevos.

Tan increíble como la cocina es la artesanía, tanto en latón como en madera, cuero, cerámica y la elaboración de alfombras. Perderse en el zoco es fácil, así que lo más recomendable es llevar una brújula y armarse de paciencia con los falsos guías y con el regateo. El barrio de los curtidores, alejado del centro igual que el sorprendente Palmeral, no es tan impresionante como el de Fez pero es visita obligada a pesar del mal olor que desprenden las pieles ablandadas con excremento de paloma.

De camino hacia el desierto /C.P.

Marrakech es destino pero también es origen. Es la puerta hacia el gran sur. Desde ella parte la carretera que atraviesa el Atlas y se dirige hacia el desierto atravesando el país Glaua y los valles de los ríos Dades y Dra. Salpicada de bellas alcazabas como la de Teluet, Ait Benhaddu y Tifultut, la carretera atraviesa Uarzazat y llega hasta Zagora. A partir de aquí sólo hay arena y la distancia ya no se mide en kilómetros sino en días a camello.

El reportaje sobre Marrakech se publicó en el Diario de viajes de eldiario.es del mes de mayo.



La Toscana, un viaje iniciático a la belleza y la historia

El Ponte Vecchio sobre el rio Arno, al atardecer/C.P.
La ondulante campiña toscana se extiende hasta el infinito entre viñas y olivares. En el paisaje toscano, como en el arte que embellece sus ciudades y pueblos medievales, todo es perfecto. Los cipreses se combinan armoniosamente con las tierras de cultivo, los restos de murallas etruscas, los elegantes palacios de piedra y los caminos serpenteantes. Nada parece producto del azar. Es una tierra orgullosa sometida desde hace siglos a los dictados de la belleza e incluso la fealdad de los barrios dormitorio o de las zonas industriales desaparece por encanto engullida por el verdor de sus suaves colinas.

El viaje a la Toscana es un viaje iniciático al arte refinado, a la bellezza sublime y a la historia con mayúsculas. Por la comarca pasaron los etruscos, los romanos y los grandes mecenas renacentistas que convirtieron ciudades como Florencia, Pisa y Siena en belicosos centros de poder durante siglos y ese ambiente todavía se respira en cada piedra. Su enfrentamiento histórico se huele en la cocina y se escucha en las variedades lingüísticas. El viajero ha de ser precavido para no enloquecer ante tanta hermosura y acabar formando parte de la larga lista de afectados por el Síndrome de Stendhal.

Lo más recomendable es dejar para el final la visita a Florencia, la capital y patria de Dante Alighieri, porque la belleza toscana es más digerible en pequeñas dosis. La mejor forma de inmunizarse contra tanto tesoro artístico es visitar primero Arezzo, Lucca, Cortona o San Gimignano. La primavera y el otoño son las estaciones más adecuadas para recorrer la región. Los veranos son calurosos y en invierno las temperaturas bajan en picado y la nieve cubre tejados y campos. Para trayectos cortos, la vespa o la bicicleta se convierten en el mejor medio de transporte. Los autocares y los trenes son la alternativa ideal para el viajero que prefiere olvidarse del coche y de la temeraria conducción de los italianos.

San Gimignano es un hermoso pueblo medieval coronado por trece torres y rodeado por campos de viñedos. Situado en el centro del triángulo geográfico formado por Siena, Florencia y Pisa, sorprende por la cantidad de obras de arte que albergan sus señoriales palacios. Sus emblemáticas torres fueron construidas por familias rivales durante los siglos XII y XIII, y todavía hoy se mantienen en pie a pesar de haber estado a punto de desaparecer bajo las bombas de la II Guerra Mundial. Cuentan que los vecinos se ataron a las torres para evitar que los nazis las volaran antes de huir ante el avance aliado.

Paisaje toscano desde las murallas de San Gimignano/C.P.


La mejor forma de conocer San Gimignano es alejándose del bullicio de las calles invadidas por los turistas y llenas de tiendas de souvenirs y de restaurantes de gomosa pizza al taglio. Perderse por los callejones siempre tiene premio: una plaza recoleta, una iglesia con frescos delicados, un animado mercado, una trattoria con manteles de cuadros o incluso un músico tocando el arpa en una esquina. Se puede rodear el pueblo y disfrutar de unas hermosas vistas toscanas siguiendo el camino de la antigua muralla que todavía se conserva hasta llegar a una fuente de origen romano que refresca el cuerpo y el alma del viajero curioso.

Las ordenadas calles de la amurallada Lucca, cuna del compositor Giacomo Puccini, son el contrapunto al caótico y desordenado San Gimignano. Siguen una cuadrícula perfecta heredada de la antigua colonia romana fundada el año 180 antes de Cristo y el antiguo foro romano es la actual plaza mayor. Las piedras de las construcciones romanas han servido para levantar iglesias y palacios, y la visita a San Martino, el Duomo de estilo románico pisano, es visita obligada.

Más al sur, Siena es un viaje al medievo toscano. Su mundialmente famosa Piazza del Campo en forma de abanico -o de manto de la Madonna- es el corazón de la ciudad encaramada sobre una colina. Cada 2 de julio y cada 16 de agosto se celebra el Palio, una carrera de caballos montados a pelo por diecisiete jinetes que representan los diferentes contrade –barrios- de Siena que sólo dura noventa segundos. La fiesta, documentada por primera vez en 1283, atrae a miles de espectadores que colapsan la ciudad durante días. Todas las casas se engalanan para la ocasión colgando sus estandartes en ventanas y balcones, y la sensación de viajar en el tiempo hasta el siglo XIII es una experiencia inolvidable.

Una vez vista la inclinada plaza que preside el Palazzio Pubblico o ayuntamiento y el laberinto de calles que la rodean, lo mejor es alejarse del circuito principal y perderse por sus callejuelas hasta llegar a la plaza del mercado y al ghetto. Sólo así el forastero descubrirá tranquilos restaurantes como la osteria La Logge donde podrá compartir mesa y conversación mientras se degusta un sabroso guiso de conejo con judías.

Vista panorámica de Siena/C.P.

Con un helado de pannacotta resulta mucho más fácil llegar hasta el Duomo que domina la ciudad. Su visión impresiona porque es uno de los más grandes de Italia. De hecho, la pretensión era convertirlo en la iglesia más grande de la cristiandad pero el proyecto quedó a medias por culpa de la peste que acabó con la mitad de la población de Siena en 1348. El edificio alberga verdaderos tesoros de Miguel Ángel, Nicola Pisano y Donatello, pero casi siempre hay que hacer colas interminables para visitarlos. El viajero cansado de ver iglesias puede visitar como alternativa el Museo dell’Opera del Duomo donde se exhiben todas las esculturas y pinturas originales de la basílica. Desde sus ventanas, las vistas dejan sin aliento.

Visitar la Toscana y pasar de largo de Pisa no tiene perdón. La ciudad, eternamente enfrentada a florentinos y genoveses, exhibe todavía vestigios de su deslumbrante poder como el Duomo, el baptisterio y la famosa Torre de Pisa –el campanile- desde el que Galileo Galilei experimentaba con la gravedad. La orgullosa flota pisana dominó el Mediterráneo en el siglo XII y la ciudad se enriqueció gracias al comercio con España y el norte de África. El encenagamiento de su puerto y las derrotas ante Génova y Florencia acabaron con su esplendor y el bombardeo aliado que sufrió en 1944 a punto estuvo de reducirla a cascotes y polvo.

Il Duomo de Florencia con su campanile/C.P.
Y como guinda del pastel toscano, la renacentista Florencia de los Médici. El centro histórico reúne la mayoría de los monumentos y todo se puede recorrer a pie. Sin embargo, el consejo es no estresarse. La mayoría de visitantes se concentra en los alrededores del Duomo con su cúpula de Brunelleschi, la Piazza della Signoria con su falso David de Miguel Ángel, la galería de los Uffizi y el Ponte Vecchio. Hacia el este y después de parar en la heladería Vivoli, la abigarrada ciudad se abre a una gran plaza que preside la iglesia gótica de Santa Croce. En el otro extremo, cerca de la estación de tren y de autobuses, Santa Maria Novella sorprende por su enormidad y por las marcas que dejó una de las inundaciones más terribles que sufrió Florencia.

También existe otra Florencia muchos menos monumental y glamurosa pero más auténtica. Es la de los mercados, como el Centrale y el de San Ambrogio, donde sorprende el colorido de sus paradas de frutas y verduras, y es también la del Oltrarno, el barrio que se extiende al otro lado del río Arno y donde se puede observar la ajetreada vida de los florentinos, apodados por sus enemigos como faglioli por su afición a las judías y acostumbrados a comer el pan sin sal por culpa de las guerras medievales con los pisanos.

Una escapada a Fiesole es la mejor forma de acabar este viaje. El pueblecito de origen etrusco, encaramado en una colina y rodeado de olivares, está sólo a ocho kilómetros de Florencia. El inconveniente de acercarse hasta Fiesole es que ofrece unas vistas tan excepcionales de todo el valle desde las terrazas de sus cafés que al viajero no le queda más remedio que empezar a pensar en volver a La Toscana.

El reportaje sobre la Toscana se publicó el Diario de viajes de marzo de eldiario.es