lunes, 19 de octubre de 2015

Bolonia, el paraíso de los gourmets

La variedad de embutidos es espectacular/Cristina Palomar

Bolonia y su región no sólo son la cuna de la salsa boloñesa, la mortadela, el jamón y el queso parmesano. Encrucijada de caminos entre el norte y el sur de Italia y entre el norte de Europa y el Mediterráneo, la capital universitaria de la región de Emilia-Romaña es el lugar ideal para descubrir que, más allá de Venecia y Florencia, también hay vida, belleza y cultura. Es la alternativa perfecta para pasar unas vacaciones lejos de la masificación turística y de los precios abusivos que caracterizan las capitales de la Toscana y el Véneto, y está muy bien comunicada con las dos por carretera y por tren.

El casco histórico de Bolonia recuerda al de Siena por el color tierra de sus imponentes edificios y palacios señoriales, y sus típicas torres medievales, vestigio del poder de las belicosas familias nobles, alteran la línea horizontal de la trama urbana que caracteriza la llanura que riega el rio Po. Del centenar de torres defensivas construidas entre los siglos XII y XIII quedan poco más que una veintena. Erigidas con madera y grandes bloques de selenita, la mayoría han desaparecido por los terremotos, los bombardeos o la piqueta de las reordenaciones urbanísticas posteriores.

Las torres Asinelli y Garisenda, símbolo de Bolonia/Cristina Palomar

Una buena manera de quemar los excesos de una gastronomía tan tentadora como extraordinaria es subir los 498 escalones de la torre Asinelli, que juntamente con la torcida torre Garisenda que aparece citada en la Divina Comedia, es una de las imágenes más conocidas de la ciudad. Llegar hasta arriba después de haber comido un buen plato de tortellini tiene su mérito y también su riesgo porque la estrecha escalera es muy empinada y siempre está llena de gente que sube o baja. El premio a tanto esfuerzo son las vistas espectaculares de Bolonia.

Dejando de lado las torres, Bolonia sorprende también porque es una ciudad porticada, con las aceras protegidas bajo los edificios. Los típicos porches boloñeses –sumados hacen unos 53 kilómetros- protegen al viandante del implacable sol del verano y de la molesta lluvia y la nieve del invierno, y hacen imposible la existencia de árboles. La construcción tiene el origen en un peculiar uso abusivo del espacio público que consistía en alargar hacia el exterior, sobre la calle, el primer piso de la casa, que se aguantaba sobre vigas y columnas de madera.

El centro histórico de Bolonia está lleno de porches/Cristina Palomar

Al final, esta peculiar técnica de construcción de edificios que privatizaba una parte de la vía pública obligó al ayuntamiento a fijar unas normas muy estrictas: la madera se tenía que substituir por piedra para evitar los incendios y el espacio bajo los porches tenía que ser de acceso público. El resultado es que hoy el peatón puede ir de una punta a la otra del centro histórico sin tener que sufrir los caprichos de una climatología continental de grandes contrastes. Incluso hay un recorrido turístico para visitarlos, siendo el Pórtico del Pavaglione, justo delante de la inacabada y enorme basílica de San Petronio, uno de los más bonitos y transitados.

A partir de la Piazza Maggiore, rodeada de palacios y museos impresionantes, se articula la ciudad antigua presidida por la famosa fuente de Neptuno. Lugar de reunión obligada de autóctonos y forasteros, la fuente era antiguamente uno de los lugares más importantes para proveer de agua fresca a las casas, alimentar al ganado y lavar la mercancía que se vendía en los mercados. De hecho, la historia de Bolonia está íntimamente ligada al agua. Cuesta de imaginar viendo la ciudad ahora con sus calles empedradas, pero durante el siglo XIII fue uno de los centros industriales más importantes de Italia gracias a la industria textil, sobre todo a la seda que Marco Polo trajo de China, y a sus canales.

Los canales bañaban la antigua Bolonia/Cristina Palomar

El agua bañaba los cimientos de la ciudad y una compleja red de canales navegables la conectaba con Venecia a través de la llanura emiliana. La competencia era feroz y los conflictos eran habituales porque de tanto en tanto sus vecinos del norte cerraban los accesos de los canales a la laguna dejando a los laboriosos boloñeses incomunicados y sin agua para los talleres. El único vestigio que queda de la extensa red de canales se encuentra en el bonito barrio que ahora ocupa el antiguo gueto. Escondido entre un revoltijo de callejuelas y enmarcado en una curiosa ventana que los turistas no paran de abrir y cerrar aparece un trozo del canal que alimentaba a un antiguo molino.

Sede de uno de los campus universitarios más antiguos del mundo, el Archiginnasio, la ciudad que da nombre al polémico Plan Bolonia es conocida como la roja por haber sido punta de lanza durante décadas de las políticas progresistas de la izquierda italiana. La revolucionaria Bolonia tiene memoria y honra a sus muertos dando el nombre de Anteo Zamboni, el estudiante de 16 años que intentó matar a Benito Mussolini en 1926, a una calle de la zona universitaria. Mientras tanto, en la puerta del ayuntamiento un monumento recuerda los nombres de las víctimas del brutal atentado fascista en la estación de Bolonia del 2 de julio de 1980.

El insuperable queso parmesano/Cristina Palomar

El carácter boloñés es afable, abierto y mucho más humilde que el de sus vecinos venecianos o florentinos. Más sencillos a la hora de vestirse y menos ceremoniosos a la hora de relacionarse con los demás, los boloñeses muestran su escondido refinamiento en las cosas de comer. La oferta gastronómica de toda la región, comenzando por los vinos y siguiendo por los embutidos y los quesos, es impresionante. Es imposible regresar a casa sin unos cuantos kilos de más, en gran parte por culpa de los precios asequibles de las tiendas de alimentación y de los restaurantes localizados en el Quadrilatero formado por las estrechas calles de Pescherie Vecchie, Caprarie, Clavature i Drapperie.

Toda la región es un paraíso para los gourmets/Cristina Palomar

Entre las muchas maravillas culinarias destaca el ragú, una salsa a base de tomate y carne de la parte más magra de la tripa del cerdo. La receta de los tortellini rellenos de carne de cerdo, jamón crudo, mortadela y queso parmesano que los boloñeses comen con caldo está registrada desde 1974 y, si con esto no tenemos suficientes, podemos probar la lasagna, los tagliatelle, las tortas de arroz y el certosino, un pan de especias típico de Navidad. El dicho popular que asegura que en Bolonia se come en un año lo que en Venecia se come en dos, en Roma en tres, en Turín en cinco y en Génova en veinte es una verdad como un templo.

Artículo publicado en El diario de viajes de Eldiario.es