jueves, 6 de septiembre de 2018

La insoportable levedad del ser en Viena



No se me ocurre nada mejor para explicar la impresión que causa Viena la primera vez que la visitas que tomar prestado del escritor checo Milan Kundera el título de su libro más famoso. Tantos palacios, jardines y museos concentrados en tan poco espacio te hacen sentir insignificante y te demuestran que el tiempo no perdona nada: incluso los imperios más temidos, como el austrohúngaro, acaban convertidos en polvo. Todo es enormidad y exageración en la capital austríaca empezando por los edificios del centro y acabando por los pasteles y los cafés. Y todo es nostalgia: desde los coches de caballos para turistas hasta los interminables vals de Strauss.



Si no has visitado Viena ya estás tardando. Aunque no te gusten ni los dorados ni la petarda de Sisí. Incluso en agosto las temperaturas son soportables. Los vieneses, con fama de chistosos (supongo que comparándolos con los vecinos del norte), van vestidos como si fueran a la ópera aunque en realidad vayan al súper de la esquina a comprar una ensalada. La ciudad está limpia y ordenada: coches, bicis, tranvías y peatones conviven en sorprendente armonía. A diferencia de otras capitales europeas, las zonas turísticas están bastante repartidas así que, fuera de los alrededores de la catedral de San Esteban, no sentirás esa típica sensación de ahogo que te hace salir corriendo hacia el aeropuerto.


Para disfrutarla hay que organizarse bien y, sobre todo, no enloquecer porque hay muchas cosas para ver y siempre andamos con poco tiempo. Este año se conmemora el centenario de las muertes de cuatro ilustres vieneses: los pintores Gustav Klimt y Egon Schiele, el arquitecto y urbanista Otto Wagner y el diseñador Koloman Moser. Toda la ciudad rebosa de exposiciones para celebrar el evento y las colas para ver la obra de Klimt repartida por toda la ciudad pueden acabar con tu paciencia. Después de esta dura prueba vendrán otras, como conseguir disfrutar de la visión del famoso cuadro de El beso aunque solo sea un minuto.


Viena tiene fama de ciudad muy cara. Tomarse un cortado en un café histórico cuesta casi seis euros pero también es verdad que puedes encontrar cafés más baratos. Con la comida pasa igual: fuera de las zonas turísticas encontrarás menús diarios a 12 euros y si te olvidas de la exquisita cocina vienesa, puedes degustar comida de todo el mundo a precios razonables. Lo biológico y vegetariano se llevan mucho. Y si solo tienes calderilla para la típica salchicha vienesa, todavía hay algunos rincones donde saborearlas. Uno de los lugares más típicos está en el Naschmarkt. En el mercado central de Viena hay paradas de frutas y verduras, y puestos de ropa de mercadillo, aunque la irrupción del turismo está transformando la oferta comercial y ahora está plagado de restaurantes.


Con los museos pasa otro tanto. El presupuesto para visitarlos se dispara si los quieres visitar todos, pero también aplican descuentos interesantes (no olvidarse de los carnets de estudiante o de periodista). También hay la posibilidad de visitar una parte, como es el caso del Belvedere.  Aviso importante: no lo parece pero Viena es una ciudad grande, así que cuidado con las distancias porque empiezas a caminar y cuando te das cuenta estás a años luz de tu hotel. El transporte público no es barato (2,50 € el billete sencillo de Metro) pero hay abonos. Una buena opción es alojarse a medio camino de todo. Yo lo hice en el hotel Beethoven y la experiencia fue inolvidable.


Viena es una ciudad hermosa que vive de y para la música (y no solo clásica). Stefan Sweig lloró el exilio obligado por los nazis toda su vida y no me sorprende. Puede que al principio te huela un poco a naftalina con tanto palacio, pero también huele a cultura (si es que la cultura huele) y aunque algún intelectual diga que el turismo cultural no existe, no se me ocurre mejor ejemplo para desmentirlo que la capital austriaca. También huele a dulce: las porciones de pasteles y helados son desconcertantes y si apuestas por los bombones, los de las confiterías Sluka son increíbles. El sablazo duele un poco pero se olvida rápido.


A pesar del ruidoso centro comercial, peatonal y lleno de terrazas y aburridas franquicias, hay bellos rincones con calles adoquinadas, iglesias recónditas y jardines descuidados donde el silencio lo llena todo. El barrio judío es uno de mis lugares favoritos. La plaza, presidida por el monumento a los más de 65.000 judíos austriacos que murieron en los campos de exterminio nazis, es muy hermosa y en una de las callejuelas hay un restaurante de comida española que sirve patatas bravas con alioli de pote y croquetas de cocido de verdad por si tu estómago sufre un ataque de añoranza.

lunes, 3 de septiembre de 2018

De Zagreb a Viena en tren



No hay experiencia más excitante que recorrer el mundo en tren. Ya lo explicó el escritor Paul Theroux en El gran bazar del ferrocarril y, antes que él, lo hicieron otros muchos viajeros que, o bien no tuvieron otra opción (porque el avión todavía no había despegado) o bien escogieron la lentitud. Ir lento te permite observar el paisaje y te regala vivencias irrepetibles. Con esta filosofía, escogimos el tren de la compañía ferroviaria austríaca ÖBB para ir de Zagreb a Viena atravesando tres países y el resultado fue un viaje de casi ocho horas lleno de anécdotas surrealistas.

La estación de Zagreb (Glavni Kolod) recuerda tiempos mejores. Hoy está casi abandonada y es refugio de gente sin techo y de borrachos que duermen la mona en los rincones. Se nota que el gobierno croata no apuesta por el tren como medio de transporte porque los combois son viejos. De hecho, no es recomendable recorrer el país así porque básicamente no existe el ferrocarril fuera de la capital y de su entorno. Inasequibles a las muestras de estupefacción de todo aquel que conocía nuestra descabellada aventura, nos aventuramos hasta el andén 4.

El tren esperaba silencioso a los escasos pasajeros, la mayoría turistas extranjeros despistados y jóvenes mochileros. Llegamos pronto y nos sentamos donde quisimos. Habíamos reservado en primera clase para ahorrarnos situaciones desagradables. Los compartimentos eran de madera deslucida y los asientos, de piel avejentada. Los lavabos estaban muy sucios, igual que el resto y el tufo que hacía el interior a sudor rancio, tabaco y pies me obligó a ir de punta a punta del vagón abriendo las puertas automáticas para que circulara un poco de aire mientras esperábamos la hora de salida.

Salimos a paso lento recorriendo los feos arrabales de Zagreb hacia la frontera eslovena. El revisor nos pidió los billetes por señas y no pasó nada más hasta que llegamos a la última estación croata. Allí estuvimos parados casi media hora mientras la policia fronteriza subía al tren y registraba minuciosamente todos los vagones aunque estuviesen vacíos. Entraron en nuestro compartimiento y miraron debajo de los asientos y en el portaequipajes. Todavía estupefactos, nos adentramos en Eslovenia. De nuevo se paró el tren y la policia eslovena volvió a registrar el tren. ¿Que qué buscaban con tanto ahínco? Pues inmigrantes ilegales, nos explicaron. Los Balcanes se han convertido en una de las principales rutas de huída del horror hacia el corazón de Europa y la democrática Austria exige a eslovenos y croatas que le hagan el trabajo sucio.



Cuando te acercas a Austria se nota. Los pueblos no son tan tristes y las estaciones, tan deprimentes y sucias. El paisaje de campos verdes deja paso a la montaña y el trasiego de viajeros -la mayoría excursionistas- se incrementa. Animados por la velocidad y pensando que recuperaríamos el tiempo perdido llegamos a la primera parada austríaca y volvimos a parar en seco. Esta vez, el revisor fue más amable: nos pidió los billetes en inglés y se mostró muy interesado por nuestras lecturas: El caso Maurizius, de Jakob Wasserman, y Momentos estelares de la humanidad, de Stefan Zweig. La policia pasó de largo del vagón de primera clase y se fue al de tercera en busca de carnaza.


Víctimas de nuestros prejuicios, pensamos que una vez en la civilizada Austria las cosas irían mejor. Pero no. El tren paraba en casi todas las estaciones y el retraso aumentaba provocando que muchos viajeros perdiesen las conexiones ferroviarias. Entre tanto, una voz enlatada no hacía más que pedir disculpas por la demora en alemán e inglés como si se burlase de nosotros. Menos mal que el paisaje era impresionante. Los pueblecitos se iban sucediendo entre las montañas cada vez más imponentes. Todo era verde y azul, y las vacas austríacas comían y cagaban a la vez como hacen todas las vacas. Mi cerebro se empapaba de belleza hasta que paramos en Judendorf (la aldea judía) y recordé el doloroso exilio y final trágico de Zweig, y me quedé en estado de shock hasta que llegamos a Viena.

sábado, 1 de septiembre de 2018

La Istria croata, un paraíso nudista



Llegar a Croacia seis horas más tarde por haber perdido la conexión y sin las maletas no es la mejor forma de comenzar un viaje. Tampoco lo es que te alojen en un hotel de cuatro estrellas con moqueta llena de manchas, pasillos con bombillas fundidas y una roñosa alfombrilla de goma para la ducha colgada de una percha detrás de la puerta del baño. Pero es que Croacia es así: si rascas la capa de pintura democrática más reciente reaparece el óxido de la dictadura. Tampoco el carácter de los croatas ayuda a encariñarse con ellos. Excepto en la costa istriana, quizás por la influencia del mar, en el resto del país son secos y distantes. Deben de ser los efectos de la pecular amnesia colectiva que sufre el país: la guerra no existe aunque no dejen de hablar de ella.


Con estos pensamientos aterricé en Zagreb una calurosa tarde. Para no ser injustos es recomendable repetirte el mantra quédate con lo bueno y borra la malo. Lo bueno para mí son los paisajes croatas, que me hechizaron desde el primer momento. Lo malo es el resto: la comida sosa, la antipatía de la gente, la masificación turística y, por encima de todo, las pintadas ultranacionalistas, la obsesión con la religión católica, el racismo hacia serbios y bosnios (sobre todo musulmanes), y la manía de reescribir la historia. Croacia es un estado miembro de la UE pero con euros no irás a ningún sitio. La moneda oficial es la cuna (un euro son unas siete cunas al cambio) y un café vale unas dos. Si viajas por tu cuenta sudarás tinta si intentas comunicarte en inglés. Con el alemán (el ruso con las personas mayores) harás más amistades.



Como en el caso de sus vecinos eslovenos, las infraestructuras hoteleras son insuficientes y están anticuadas. La  mayoría de los hoteles están ubicados en las afueras, así que para acceder al centro de la ciudad no queda otro remedio que el taxi. Aún así, perderte por las calles de la Zagreb antigua es una delicia. La subida vale la pena si el calor no aprieta y si vas con prisa, ahórrate la catedral y pasea por el mercado. Es un país mediterráneo, así que no encontrarás nada sorprendente (excepto miles de avispas devorando fruta), pero da gusto ver tantos colores. Desde la cima las vistas son bonitas si no hay bruma. Zagreb es una ciudad limpia que esconde rincones sorprendentes y que se mueve en tranvía y bicicleta. Si tienes tiempo, dedícate a caminar por sus parques.


Mi periplo vacacional se centró en el noroeste del país y de Zagreb salté a la hermosa península de Istria pasando por el impresionante parque nacional de Plitvice y la insulsa región de Opatija-Rijeka. El cambio, tanto de paisaje como de carácter, es notorio. En la costa istriana la gente es más abierta, se oye el italiano con un sorprendente acento eslavo del sur que me recordaba a la escritora Marisa Madieri y su doloroso exilio, se come rico pescado y los mercados resplandecen de miel, melones gigantes y ristras de pimientos de colores. Casi todos los pueblos han sucumbido al destrozo que conlleva el turismo como industria sin alma pero todavía se pueden encontrar joyas escondidas entre tanto mamotreto de cemento.



El turista es básicamente alemán y austríaco, aunque también llegan húngaros, checos y eslovacos. También disfrutan de la Istria croata los italianos que buscan precios más baratos. El nudismo es una práctica habitual desde hace décadas y hay un montón de cámpings donde pillar un bronceado integral. El Adriático es un mar tranquilo cuando está de buenas. Sus aguas cristalinas invitan a un baño pero en las playas solo hay piedras, así que es imprescindible llevar en la maleta zapatillas de goma. Rovinj, Vrsar y Porec, con su basílica del siglo VI patrimonio de la Unesco, son visitas obligadas y el paseo en barca por la costa -con almuerzo y acordeón incluído- es inolvidable.


Croacia tiene el privilegio de poseer extraordinarias joyas naturales. A parte de su costa oeste, plagada de islas rocosas con bellas pinedas y de pueblos con aires venecianos, tiene una colección importante de parques naturales, aunque el rey es Plitvice. Es parque nacional y tiene 16 lagos comunicados por 92 cataratas y cascadas. El sendero está muy bien señalizado pero el problema es que no imponen límites de visitas y hay momentos en que hay tanta gente sobre una tarima haciéndose selfies que no puedes evitar pensar en un accidente. De hecho, más de un móvil acabó en el agua y aunque está prohibido meter los pies en los lagos, algunos turistas no dejaron de hacerlo durante todo el recorrido.




El interior del oeste de Croacia no es tan amable como la costa istriana. Tampoco se come bien, más allá del filete demasiado hecho y el puré de patatas de rigor. A mí, la última comida antes de regresar a Zagreb se me atragantó cuando me llevaron a un restaurante cuya máxima atracción eran dos osos encadenados. Todo el mundo parecía fascinado con los pobres animales: la hembra todavía se acercaba a la reja en busca de comida pero el macho estaba en un rincón mordiendo un trozo de pneumático. Me recordó las típicas estampas balcánicas con el oso como principal atracción de feria y no puede evitar un escalofrío cuando enseñó las zarpas.



Con la terrible imagen de los osos todavía en la retina pasamos ante el futuro museo de la última guerra balcánica de regreso a la capital. De momento solo es un proyecto con algunos carros blindados y restos de armamento pesado rescatado de los campos. También había una casa destrozada por las bombas. De hecho, no fue la única que vimos durante todo el viaje y la imagen de los impactos de ametralladora en las fachadas es sobrecogedora. No ha pasado mucho tiempo desde que acabó la guerra (1991-2001) y los traumas perduran, como demuestra el elevado número de suicidios de jóvenes fruto de violaciones.