
El tren esperaba silencioso a los escasos pasajeros, la mayoría turistas extranjeros despistados y jóvenes mochileros. Llegamos pronto y nos sentamos donde quisimos. Habíamos reservado en primera clase para ahorrarnos situaciones desagradables. Los compartimentos eran de madera deslucida y los asientos, de piel avejentada. Los lavabos estaban muy sucios, igual que el resto y el tufo que hacía el interior a sudor rancio, tabaco y pies me obligó a ir de punta a punta del vagón abriendo las puertas automáticas para que circulara un poco de aire mientras esperábamos la hora de salida.
Salimos a paso lento recorriendo los feos arrabales de Zagreb hacia la frontera eslovena. El revisor nos pidió los billetes por señas y no pasó nada más hasta que llegamos a la última estación croata. Allí estuvimos parados casi media hora mientras la policia fronteriza subía al tren y registraba minuciosamente todos los vagones aunque estuviesen vacíos. Entraron en nuestro compartimiento y miraron debajo de los asientos y en el portaequipajes. Todavía estupefactos, nos adentramos en Eslovenia. De nuevo se paró el tren y la policia eslovena volvió a registrar el tren. ¿Que qué buscaban con tanto ahínco? Pues inmigrantes ilegales, nos explicaron. Los Balcanes se han convertido en una de las principales rutas de huída del horror hacia el corazón de Europa y la democrática Austria exige a eslovenos y croatas que le hagan el trabajo sucio.
Cuando te acercas a Austria se nota. Los pueblos no son tan tristes y las estaciones, tan deprimentes y sucias. El paisaje de campos verdes deja paso a la montaña y el trasiego de viajeros -la mayoría excursionistas- se incrementa. Animados por la velocidad y pensando que recuperaríamos el tiempo perdido llegamos a la primera parada austríaca y volvimos a parar en seco. Esta vez, el revisor fue más amable: nos pidió los billetes en inglés y se mostró muy interesado por nuestras lecturas: El caso Maurizius, de Jakob Wasserman, y Momentos estelares de la humanidad, de Stefan Zweig. La policia pasó de largo del vagón de primera clase y se fue al de tercera en busca de carnaza.
Víctimas de nuestros prejuicios, pensamos que una vez en la civilizada Austria las cosas irían mejor. Pero no. El tren paraba en casi todas las estaciones y el retraso aumentaba provocando que muchos viajeros perdiesen las conexiones ferroviarias. Entre tanto, una voz enlatada no hacía más que pedir disculpas por la demora en alemán e inglés como si se burlase de nosotros. Menos mal que el paisaje era impresionante. Los pueblecitos se iban sucediendo entre las montañas cada vez más imponentes. Todo era verde y azul, y las vacas austríacas comían y cagaban a la vez como hacen todas las vacas. Mi cerebro se empapaba de belleza hasta que paramos en Judendorf (la aldea judía) y recordé el doloroso exilio y final trágico de Zweig, y me quedé en estado de shock hasta que llegamos a Viena.
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