No se me ocurre nada mejor para explicar la impresión que causa Viena la primera vez que la visitas que tomar prestado del escritor checo Milan Kundera el título de su libro más famoso. Tantos palacios, jardines y museos concentrados en tan poco espacio te hacen sentir insignificante y te demuestran que el tiempo no perdona nada: incluso los imperios más temidos, como el austrohúngaro, acaban convertidos en polvo. Todo es enormidad y exageración en la capital austríaca empezando por los edificios del centro y acabando por los pasteles y los cafés. Y todo es nostalgia: desde los coches de caballos para turistas hasta los interminables vals de Strauss.
Para disfrutarla hay que organizarse bien y, sobre todo, no enloquecer porque hay muchas cosas para ver y siempre andamos con poco tiempo. Este año se conmemora el centenario de las muertes de cuatro ilustres vieneses: los pintores Gustav Klimt y Egon Schiele, el arquitecto y urbanista Otto Wagner y el diseñador Koloman Moser. Toda la ciudad rebosa de exposiciones para celebrar el evento y las colas para ver la obra de Klimt repartida por toda la ciudad pueden acabar con tu paciencia. Después de esta dura prueba vendrán otras, como conseguir disfrutar de la visión del famoso cuadro de El beso aunque solo sea un minuto.
Viena tiene fama de ciudad muy cara. Tomarse un cortado en un café histórico cuesta casi seis euros pero también es verdad que puedes encontrar cafés más baratos. Con la comida pasa igual: fuera de las zonas turísticas encontrarás menús diarios a 12 euros y si te olvidas de la exquisita cocina vienesa, puedes degustar comida de todo el mundo a precios razonables. Lo biológico y vegetariano se llevan mucho. Y si solo tienes calderilla para la típica salchicha vienesa, todavía hay algunos rincones donde saborearlas. Uno de los lugares más típicos está en el Naschmarkt. En el mercado central de Viena hay paradas de frutas y verduras, y puestos de ropa de mercadillo, aunque la irrupción del turismo está transformando la oferta comercial y ahora está plagado de restaurantes.
Con los museos pasa otro tanto. El presupuesto para visitarlos se dispara si los quieres visitar todos, pero también aplican descuentos interesantes (no olvidarse de los carnets de estudiante o de periodista). También hay la posibilidad de visitar una parte, como es el caso del Belvedere. Aviso importante: no lo parece pero Viena es una ciudad grande, así que cuidado con las distancias porque empiezas a caminar y cuando te das cuenta estás a años luz de tu hotel. El transporte público no es barato (2,50 € el billete sencillo de Metro) pero hay abonos. Una buena opción es alojarse a medio camino de todo. Yo lo hice en el hotel Beethoven y la experiencia fue inolvidable.
Viena es una ciudad hermosa que vive de y para la música (y no solo clásica). Stefan Sweig lloró el exilio obligado por los nazis toda su vida y no me sorprende. Puede que al principio te huela un poco a naftalina con tanto palacio, pero también huele a cultura (si es que la cultura huele) y aunque algún intelectual diga que el turismo cultural no existe, no se me ocurre mejor ejemplo para desmentirlo que la capital austriaca. También huele a dulce: las porciones de pasteles y helados son desconcertantes y si apuestas por los bombones, los de las confiterías Sluka son increíbles. El sablazo duele un poco pero se olvida rápido.
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