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El zoco es el centro de la vida comercial de Marrakech/C.P. |
Cada tarde decenas de curiosos se dan cita en las
terrazas de los cafés. Sentados con sus tés a la menta contemplan extasiados
como el Sol se oculta en el horizonte. En el cielo anaranjado se recorta la
esbelta silueta del minarete mientras el canto del muecín se repite hasta el
infinito. Ajeno a tanta belleza, en la plaza sigue el trasiego incesante de
gente y los restaurantes al aire libre relevan a los encantadores de serpientes.
Es cuando Marrakech, la joya roja beduina, revela toda su magia.
Viajar a Marrakech es hacerlo a un paraíso
suspendido en el tiempo, a un oasis de palmeras y agua clara rodeado de aridez
rojiza. La imponente cordillera del Atlas que separa la ciudad imperial marroquí
del avance implacable del Sáhara se refleja en los estanques de la ciudad y
alimenta sus fuentes. El aire fresco de las cumbres nevadas hace más llevadera
la contaminación e invita al paseante a abrigarse cuando se pone el Sol.
Capital del imperio almorávide que invadiría la
Península Ibérica y daría a luz a Al Andalus, Marrakech erigió mezquitas,
madrasas, jardines y palacios de una gran belleza con la riqueza del oro y del
marfil de las caravanas. Algunos de sus monumentos todavía pueden visitarse a
pesar de la destrucción que provocaron los almohades en el siglo XII.
Marrakech son dos ciudades. La antigua, amurallada,
esconde las joyas más preciadas mientras que en el Guéliz, la ciudad de los
colonizadores franceses, se ubican la mayoría de los hoteles como el mítico La
Mamunia, donde Winston Churchill se relajaba pintando. La avenida Mohammed V es
el camino más fácil para llegar hasta una de las plazas más increíbles del
mundo pasando antes por la mezquita Kutubia, cuyo minarete es el hermano gemelo
de la Giralda.
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Los turistas son el objetivo de los vendedores de alfombras/C.P. |
La plaza Djemaa el Fna es el corazón de la medina.
Durante el día se llena de escribas, dentistas, músicos, encantadores de
serpientes y vendedores de zumos. En ella desembocan las puertas principales de
acceso al zoco, a la kasba -o fortaleza- y al Mellah, el antiguo barrio judío.
Es aquí donde se concentran los riad –antiguas casas reconvertidas en
pintorescos hoteles- y los monumentos: el refinado palacio de Bahía, las tumbas
saadíes y el palacio del Badi, del que sólo quedan sus muros de adobe y las
cigüeñas.
La plaza está rodeada de cafés y restaurantes, algunos
de los cuales han sido objetivo de la bombas de los grupos islamistas, y no es
difícil encontrarse con el escritor Juan Goytisolo paseando por la medina
camino de casa o de tertulia en el café La France. En una de sus esquinas la
mezquita que da nombre a la plaza se hace pequeña cuando el muecín llama a la
oración y las alfombras se sacan a la calle llegando a paralizar el tráfico.
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Los chiringuitos llenan la plaza cuando se pone el sol/C.P. |
Con la noche llega el turno de los chiringuitos,
de la humareda y del olor a carbón. Decenas de ellos se amontonan en la plaza
ofreciendo desde pinchos morunos hasta harira, la sopa con la que los
musulmanes rompen el ayuno del Ramadán. La cocina marroquí es impresionante y hay que probar el cuscús, la tagin o estofado
de carne con verduras, el cordero asado o mechui y la bastela, una especie de
pastel relleno de pichón, almendras, cebolla y huevos.
Tan increíble como la cocina es la artesanía,
tanto en latón como en madera, cuero, cerámica y la elaboración de alfombras.
Perderse en el zoco es fácil, así que lo más recomendable es llevar una brújula
y armarse de paciencia con los falsos guías y con el regateo. El barrio de los
curtidores, alejado del centro igual que el sorprendente Palmeral, no es tan impresionante
como el de Fez pero es visita obligada a pesar del mal olor que desprenden las
pieles ablandadas con excremento de paloma.
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De camino hacia el desierto /C.P. |
Marrakech es destino pero también es origen. Es la
puerta hacia el gran sur. Desde ella parte la carretera que atraviesa el Atlas
y se dirige hacia el desierto atravesando el país Glaua y los valles de los
ríos Dades y Dra. Salpicada de bellas alcazabas como la de Teluet, Ait Benhaddu
y Tifultut, la carretera atraviesa Uarzazat y llega hasta Zagora. A partir de
aquí sólo hay arena y la distancia ya no se mide en kilómetros sino en días a
camello.
El reportaje sobre Marrakech se publicó en el Diario de viajes de eldiario.es del mes de mayo.
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