lunes, 23 de septiembre de 2013

Un trozo de helada felicidad


La cascada dorada de Gullfoss/Cristina Palomaar

Después de los atentados de Nueva York y Madrid, decidí dejar de lado los viajes a países inestables y optar por destinos más tranquilos. El primer candidato de la lista era la feliz Islandia, así que hice la maleta y allí que me fui a pasar un mes.

El destino bromista que siempre me acompaña hizo que dos días antes de mi llegada un fuerte terremoto destrozase carreteras y casas -incluida la de mi amiga Helena- en el sur de la isla. Con este panorama, llegué un 6 de julio ignorando que sería una de las aventuras más flipantes de mis andanzas por el mundo.

Llegué al aeropuerto de Klefavik a las 3 de la madrugada (hora islandesa). Desde el aeropuerto hasta Reykiavik hay un buen trozo, así que aproveché para dormir porque al día siguiente el toque de diana era a las 7. En el hotel me tragué un trozo de salmón en estado catatónico y me acosté después de ponerme un incómodo antifaz y golpearme la cabeza con el techo abuhardillado de mi habitación.

Me desperté tres horas después con un enorme chichón en la frente y un buen dolor de cabeza. En un estado lamentable bajé a desayunar y allí descubrí uno de los encantos gastronómicos islandeses que ningún mediterráneo tendría que probar nunca: el aceite de hígado de bacalao. Lo confundí con aceite de oliva y unté las tostadas con un buen chorro ignorando la cara de asombro de una de las camareras. Fue metérmelo en la boca y quererme morir.

El géiser en plena acción/Cristina Palomar
El programa del primer día de un turista en Islandia es el típico: visitar los geisers y acercarse a la impresionante cascada de Gullfoss. Estas dos maravillas de la naturaleza quedan relativamente cerca de la capital islandesa y son visita obligada porque te avisan de las cosas increíbles que esconde la isla vikinga.

Observar un géiser -palabra que la lengua islandesa ha regalado al mundo- de cerca es aterrador sólo de pensar a qué temperatura escupe el agua. Igual de aterradora me resultó la cascada dorada de Gullfoss a pesar de que Helena no hacía más que glosar su belleza. Tienes que caminar un trecho antes de verla pero le precede el ruido del agua y la densa nube de vapor que te deja bien mojada.

Islandia es un país de elfos que se divierten a costa de las desgracias de los humanos. A pesar de mi escepticismo inicial, de camino hacia Reykholt comprobé cómo estos seres mágicos -en los que cree el 85% de los islandeses- pueden llegar a putear a los turistas que les molestan.

Después de más de tres horas atravesando un extraño paisaje lunar, nuestro autocar se salió del estrecho camino de cabras que allí llamaban carretera. Una de las ruedas estaba completamente destrozada como si alguien la hubiese acuchillado y tuvimos que esperar tres horas más a que un nuevo autocar nos viniese a rescatar. Me senté sobre una piedra en posición de loto y me quedé inmóvil para no estorbar a los malvados duendecillos.


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