jueves, 6 de septiembre de 2018

La insoportable levedad del ser en Viena



No se me ocurre nada mejor para explicar la impresión que causa Viena la primera vez que la visitas que tomar prestado del escritor checo Milan Kundera el título de su libro más famoso. Tantos palacios, jardines y museos concentrados en tan poco espacio te hacen sentir insignificante y te demuestran que el tiempo no perdona nada: incluso los imperios más temidos, como el austrohúngaro, acaban convertidos en polvo. Todo es enormidad y exageración en la capital austríaca empezando por los edificios del centro y acabando por los pasteles y los cafés. Y todo es nostalgia: desde los coches de caballos para turistas hasta los interminables vals de Strauss.



Si no has visitado Viena ya estás tardando. Aunque no te gusten ni los dorados ni la petarda de Sisí. Incluso en agosto las temperaturas son soportables. Los vieneses, con fama de chistosos (supongo que comparándolos con los vecinos del norte), van vestidos como si fueran a la ópera aunque en realidad vayan al súper de la esquina a comprar una ensalada. La ciudad está limpia y ordenada: coches, bicis, tranvías y peatones conviven en sorprendente armonía. A diferencia de otras capitales europeas, las zonas turísticas están bastante repartidas así que, fuera de los alrededores de la catedral de San Esteban, no sentirás esa típica sensación de ahogo que te hace salir corriendo hacia el aeropuerto.


Para disfrutarla hay que organizarse bien y, sobre todo, no enloquecer porque hay muchas cosas para ver y siempre andamos con poco tiempo. Este año se conmemora el centenario de las muertes de cuatro ilustres vieneses: los pintores Gustav Klimt y Egon Schiele, el arquitecto y urbanista Otto Wagner y el diseñador Koloman Moser. Toda la ciudad rebosa de exposiciones para celebrar el evento y las colas para ver la obra de Klimt repartida por toda la ciudad pueden acabar con tu paciencia. Después de esta dura prueba vendrán otras, como conseguir disfrutar de la visión del famoso cuadro de El beso aunque solo sea un minuto.


Viena tiene fama de ciudad muy cara. Tomarse un cortado en un café histórico cuesta casi seis euros pero también es verdad que puedes encontrar cafés más baratos. Con la comida pasa igual: fuera de las zonas turísticas encontrarás menús diarios a 12 euros y si te olvidas de la exquisita cocina vienesa, puedes degustar comida de todo el mundo a precios razonables. Lo biológico y vegetariano se llevan mucho. Y si solo tienes calderilla para la típica salchicha vienesa, todavía hay algunos rincones donde saborearlas. Uno de los lugares más típicos está en el Naschmarkt. En el mercado central de Viena hay paradas de frutas y verduras, y puestos de ropa de mercadillo, aunque la irrupción del turismo está transformando la oferta comercial y ahora está plagado de restaurantes.


Con los museos pasa otro tanto. El presupuesto para visitarlos se dispara si los quieres visitar todos, pero también aplican descuentos interesantes (no olvidarse de los carnets de estudiante o de periodista). También hay la posibilidad de visitar una parte, como es el caso del Belvedere.  Aviso importante: no lo parece pero Viena es una ciudad grande, así que cuidado con las distancias porque empiezas a caminar y cuando te das cuenta estás a años luz de tu hotel. El transporte público no es barato (2,50 € el billete sencillo de Metro) pero hay abonos. Una buena opción es alojarse a medio camino de todo. Yo lo hice en el hotel Beethoven y la experiencia fue inolvidable.


Viena es una ciudad hermosa que vive de y para la música (y no solo clásica). Stefan Sweig lloró el exilio obligado por los nazis toda su vida y no me sorprende. Puede que al principio te huela un poco a naftalina con tanto palacio, pero también huele a cultura (si es que la cultura huele) y aunque algún intelectual diga que el turismo cultural no existe, no se me ocurre mejor ejemplo para desmentirlo que la capital austriaca. También huele a dulce: las porciones de pasteles y helados son desconcertantes y si apuestas por los bombones, los de las confiterías Sluka son increíbles. El sablazo duele un poco pero se olvida rápido.


A pesar del ruidoso centro comercial, peatonal y lleno de terrazas y aburridas franquicias, hay bellos rincones con calles adoquinadas, iglesias recónditas y jardines descuidados donde el silencio lo llena todo. El barrio judío es uno de mis lugares favoritos. La plaza, presidida por el monumento a los más de 65.000 judíos austriacos que murieron en los campos de exterminio nazis, es muy hermosa y en una de las callejuelas hay un restaurante de comida española que sirve patatas bravas con alioli de pote y croquetas de cocido de verdad por si tu estómago sufre un ataque de añoranza.

lunes, 3 de septiembre de 2018

De Zagreb a Viena en tren



No hay experiencia más excitante que recorrer el mundo en tren. Ya lo explicó el escritor Paul Theroux en El gran bazar del ferrocarril y, antes que él, lo hicieron otros muchos viajeros que, o bien no tuvieron otra opción (porque el avión todavía no había despegado) o bien escogieron la lentitud. Ir lento te permite observar el paisaje y te regala vivencias irrepetibles. Con esta filosofía, escogimos el tren de la compañía ferroviaria austríaca ÖBB para ir de Zagreb a Viena atravesando tres países y el resultado fue un viaje de casi ocho horas lleno de anécdotas surrealistas.

La estación de Zagreb (Glavni Kolod) recuerda tiempos mejores. Hoy está casi abandonada y es refugio de gente sin techo y de borrachos que duermen la mona en los rincones. Se nota que el gobierno croata no apuesta por el tren como medio de transporte porque los combois son viejos. De hecho, no es recomendable recorrer el país así porque básicamente no existe el ferrocarril fuera de la capital y de su entorno. Inasequibles a las muestras de estupefacción de todo aquel que conocía nuestra descabellada aventura, nos aventuramos hasta el andén 4.

El tren esperaba silencioso a los escasos pasajeros, la mayoría turistas extranjeros despistados y jóvenes mochileros. Llegamos pronto y nos sentamos donde quisimos. Habíamos reservado en primera clase para ahorrarnos situaciones desagradables. Los compartimentos eran de madera deslucida y los asientos, de piel avejentada. Los lavabos estaban muy sucios, igual que el resto y el tufo que hacía el interior a sudor rancio, tabaco y pies me obligó a ir de punta a punta del vagón abriendo las puertas automáticas para que circulara un poco de aire mientras esperábamos la hora de salida.

Salimos a paso lento recorriendo los feos arrabales de Zagreb hacia la frontera eslovena. El revisor nos pidió los billetes por señas y no pasó nada más hasta que llegamos a la última estación croata. Allí estuvimos parados casi media hora mientras la policia fronteriza subía al tren y registraba minuciosamente todos los vagones aunque estuviesen vacíos. Entraron en nuestro compartimiento y miraron debajo de los asientos y en el portaequipajes. Todavía estupefactos, nos adentramos en Eslovenia. De nuevo se paró el tren y la policia eslovena volvió a registrar el tren. ¿Que qué buscaban con tanto ahínco? Pues inmigrantes ilegales, nos explicaron. Los Balcanes se han convertido en una de las principales rutas de huída del horror hacia el corazón de Europa y la democrática Austria exige a eslovenos y croatas que le hagan el trabajo sucio.



Cuando te acercas a Austria se nota. Los pueblos no son tan tristes y las estaciones, tan deprimentes y sucias. El paisaje de campos verdes deja paso a la montaña y el trasiego de viajeros -la mayoría excursionistas- se incrementa. Animados por la velocidad y pensando que recuperaríamos el tiempo perdido llegamos a la primera parada austríaca y volvimos a parar en seco. Esta vez, el revisor fue más amable: nos pidió los billetes en inglés y se mostró muy interesado por nuestras lecturas: El caso Maurizius, de Jakob Wasserman, y Momentos estelares de la humanidad, de Stefan Zweig. La policia pasó de largo del vagón de primera clase y se fue al de tercera en busca de carnaza.


Víctimas de nuestros prejuicios, pensamos que una vez en la civilizada Austria las cosas irían mejor. Pero no. El tren paraba en casi todas las estaciones y el retraso aumentaba provocando que muchos viajeros perdiesen las conexiones ferroviarias. Entre tanto, una voz enlatada no hacía más que pedir disculpas por la demora en alemán e inglés como si se burlase de nosotros. Menos mal que el paisaje era impresionante. Los pueblecitos se iban sucediendo entre las montañas cada vez más imponentes. Todo era verde y azul, y las vacas austríacas comían y cagaban a la vez como hacen todas las vacas. Mi cerebro se empapaba de belleza hasta que paramos en Judendorf (la aldea judía) y recordé el doloroso exilio y final trágico de Zweig, y me quedé en estado de shock hasta que llegamos a Viena.

sábado, 1 de septiembre de 2018

La Istria croata, un paraíso nudista



Llegar a Croacia seis horas más tarde por haber perdido la conexión y sin las maletas no es la mejor forma de comenzar un viaje. Tampoco lo es que te alojen en un hotel de cuatro estrellas con moqueta llena de manchas, pasillos con bombillas fundidas y una roñosa alfombrilla de goma para la ducha colgada de una percha detrás de la puerta del baño. Pero es que Croacia es así: si rascas la capa de pintura democrática más reciente reaparece el óxido de la dictadura. Tampoco el carácter de los croatas ayuda a encariñarse con ellos. Excepto en la costa istriana, quizás por la influencia del mar, en el resto del país son secos y distantes. Deben de ser los efectos de la pecular amnesia colectiva que sufre el país: la guerra no existe aunque no dejen de hablar de ella.


Con estos pensamientos aterricé en Zagreb una calurosa tarde. Para no ser injustos es recomendable repetirte el mantra quédate con lo bueno y borra la malo. Lo bueno para mí son los paisajes croatas, que me hechizaron desde el primer momento. Lo malo es el resto: la comida sosa, la antipatía de la gente, la masificación turística y, por encima de todo, las pintadas ultranacionalistas, la obsesión con la religión católica, el racismo hacia serbios y bosnios (sobre todo musulmanes), y la manía de reescribir la historia. Croacia es un estado miembro de la UE pero con euros no irás a ningún sitio. La moneda oficial es la cuna (un euro son unas siete cunas al cambio) y un café vale unas dos. Si viajas por tu cuenta sudarás tinta si intentas comunicarte en inglés. Con el alemán (el ruso con las personas mayores) harás más amistades.



Como en el caso de sus vecinos eslovenos, las infraestructuras hoteleras son insuficientes y están anticuadas. La  mayoría de los hoteles están ubicados en las afueras, así que para acceder al centro de la ciudad no queda otro remedio que el taxi. Aún así, perderte por las calles de la Zagreb antigua es una delicia. La subida vale la pena si el calor no aprieta y si vas con prisa, ahórrate la catedral y pasea por el mercado. Es un país mediterráneo, así que no encontrarás nada sorprendente (excepto miles de avispas devorando fruta), pero da gusto ver tantos colores. Desde la cima las vistas son bonitas si no hay bruma. Zagreb es una ciudad limpia que esconde rincones sorprendentes y que se mueve en tranvía y bicicleta. Si tienes tiempo, dedícate a caminar por sus parques.


Mi periplo vacacional se centró en el noroeste del país y de Zagreb salté a la hermosa península de Istria pasando por el impresionante parque nacional de Plitvice y la insulsa región de Opatija-Rijeka. El cambio, tanto de paisaje como de carácter, es notorio. En la costa istriana la gente es más abierta, se oye el italiano con un sorprendente acento eslavo del sur que me recordaba a la escritora Marisa Madieri y su doloroso exilio, se come rico pescado y los mercados resplandecen de miel, melones gigantes y ristras de pimientos de colores. Casi todos los pueblos han sucumbido al destrozo que conlleva el turismo como industria sin alma pero todavía se pueden encontrar joyas escondidas entre tanto mamotreto de cemento.



El turista es básicamente alemán y austríaco, aunque también llegan húngaros, checos y eslovacos. También disfrutan de la Istria croata los italianos que buscan precios más baratos. El nudismo es una práctica habitual desde hace décadas y hay un montón de cámpings donde pillar un bronceado integral. El Adriático es un mar tranquilo cuando está de buenas. Sus aguas cristalinas invitan a un baño pero en las playas solo hay piedras, así que es imprescindible llevar en la maleta zapatillas de goma. Rovinj, Vrsar y Porec, con su basílica del siglo VI patrimonio de la Unesco, son visitas obligadas y el paseo en barca por la costa -con almuerzo y acordeón incluído- es inolvidable.


Croacia tiene el privilegio de poseer extraordinarias joyas naturales. A parte de su costa oeste, plagada de islas rocosas con bellas pinedas y de pueblos con aires venecianos, tiene una colección importante de parques naturales, aunque el rey es Plitvice. Es parque nacional y tiene 16 lagos comunicados por 92 cataratas y cascadas. El sendero está muy bien señalizado pero el problema es que no imponen límites de visitas y hay momentos en que hay tanta gente sobre una tarima haciéndose selfies que no puedes evitar pensar en un accidente. De hecho, más de un móvil acabó en el agua y aunque está prohibido meter los pies en los lagos, algunos turistas no dejaron de hacerlo durante todo el recorrido.




El interior del oeste de Croacia no es tan amable como la costa istriana. Tampoco se come bien, más allá del filete demasiado hecho y el puré de patatas de rigor. A mí, la última comida antes de regresar a Zagreb se me atragantó cuando me llevaron a un restaurante cuya máxima atracción eran dos osos encadenados. Todo el mundo parecía fascinado con los pobres animales: la hembra todavía se acercaba a la reja en busca de comida pero el macho estaba en un rincón mordiendo un trozo de pneumático. Me recordó las típicas estampas balcánicas con el oso como principal atracción de feria y no puede evitar un escalofrío cuando enseñó las zarpas.



Con la terrible imagen de los osos todavía en la retina pasamos ante el futuro museo de la última guerra balcánica de regreso a la capital. De momento solo es un proyecto con algunos carros blindados y restos de armamento pesado rescatado de los campos. También había una casa destrozada por las bombas. De hecho, no fue la única que vimos durante todo el viaje y la imagen de los impactos de ametralladora en las fachadas es sobrecogedora. No ha pasado mucho tiempo desde que acabó la guerra (1991-2001) y los traumas perduran, como demuestra el elevado número de suicidios de jóvenes fruto de violaciones.

jueves, 30 de agosto de 2018

Eslovenia busca su lugar en el mundo



No todo el mundo sabe por dónde cae exactamente Eslovenia. Puede que la ubiquen en Europa pero después de la guerra de los Balcanes a muchos nos cuesta situar los nuevos (y no tan nuevos) países en el mapa. Para resumir, porque esto no es un post de geografía, Eslovenia está situada entre Italia, Austria, Hungría, Croacia y el mar Mediterraneo. Fue la primera de las repúblicas que se autodeterminó de la antigua Yugoslavia, la guerra duró seis días y por eso no tenemos recuerdos horribles de bombardeos, masacres de civiles y campos de concentración como en el resto de los casos. Es verde como Suiza y tiene una costa que no llega a los 50 kilómetros de ancho salpicada de pueblos de origen veneciano. Se habla el esloveno (que no es os escape serbocroata porque os matan), el alemán, el húngaro y el italiano dependiendo de la zona.



Eslovenia es un país joven aunque los guías oficiales se empeñen en vender una historia milenaria. Así que primer consejo: huid de los viajes organizados y diseñad vuestro propio itinerario. No hay una red de trenes digna de destacar, cosa que indica que es un país a medio hacer que se mira demasiado el ombligo porque los trenes cohesionan los territorios y permiten conocer otros lugares peores y mejores. Si apuestas por la aventura, la única opción para moverte es el coche. Tiene buenas autopistas (de peaje la mayoría) que conectan todo el país con sus vecinos. Solo una advertencia: si se os ocurre hacer una visita a Croacia tendréis que soportar horas de cola en la doble frontera (para salir de Eslovenia y para entrar a Croacia). La excusa es el control de la inmigración ilegal, pero las caras de los funcionarios que te retienen sin ninguna explicación hace suponer que se aburren mucho.




Para los que son de viaje organizado sí o sí, hay que avisar que la mayoría de agencias no ofrecen paquetes solo para Eslovenia, aunque el país vale mucho la pena sobre todo si te gusta caminar por la montaña y bañarte en lagos espectaculares. No te creas nombres tan evocadores como Eslovenia mágica y lee la letra pequeña porque la realidad es que todos los viajes comienzan y acaban en Croacia puesto que son operadores croatas los encargados de organizar los tours. En mi caso, de los nueve días del paseo, solo estuvimos en Eslovenia la mitad. La mayoría de los paquetes turísticos incluyen el noroeste croata: la pequeña Zagreb, la destrozada costa de Ístria y el maravilloso pero espantosamente masificado parque nacional de Plitvice.



El verde es el color de Eslovenia y así se vende al mundo. El símbolo más internacional es el castillo de Bled y las fotos que los turistas cuelgan en Instagram con el lago y las montañas alpinas de fondo dan cuenta de su belleza. El país no tiene mucha industria y como la agricultura y la ganadería dan para lo que dan, intenta hacerse un hueco en el mercado turístico vendiendo el paraíso. Liubliana es una bonita ciudad de cuento que apuesta por el reciclaje, las bicicletas y las terrazas. El café es rico igual que los helados y el chocolate con sal. Se nota la mano de los inversores italianos, siempre tan avispados, en el comercio de Liubliana y Maribor pero, aún así, el país no tiene todavía una buena infraestructura hotelera y los precios son exageradamente caros en comparación con unos servicios más propios de los años setenta.



Para los amantes de la gastronomía, Eslovenia decepciona. Si apuestas por el viaje organizado (ya son dos avisos), te arriesgas a comer cada día escalopa con patatas (o puré de patatas) bañada en una salsa sin identificar y con una insípida ensalada de bolsa de acompañamiento. El pescado solo se come en los pueblos de la costa como Piran y a precio de oro. En el interior comerás carne o carne, no hay más. Y esta no es la primera contradicción del paraíso verde esloveno. No solo los vegetarianos lo pasarán mal. Es un país con inviernos muy fríos, así que pensé que las casas de montaña estarían bien acondicionadas. No solo no es así, sino que la mayoría tiene el tejado de uralita. Eslovenia no es un país densamente poblado: la mayoría de su población se concentra en las ciudades y el campo se ha abandonado, y eso incluye las casas con los techos de amianto resquebrajados.



La mejor época para viajar a Eslovenia es la primavera. En verano las temperaturas, sobre todo en la costa, son insoportables. En Bled era imposible este mes de agosto resistirse a meter los pies en el agua a pesar de la persecución policial para hacerlo en las playas de pago y solo se estaba fresco en las impresionantes cuevas de Postoina. Aunque el turismo austríaco amante del sol y el mar disfruta hace años de sus paisajes y lo ha convertido en residencia de veraneo, el país se ha puesto de moda (sin tener la infraestructura turística adecuada, repito) y en agosto la masificación es infernal, tanto en la diminuta costa donde no hay ni una sola playa de arena (casi todas en esta zona del Adriático son de piedras) como en el interior. Y los precios, un escándalo.



Otro punto a tener en cuenta es el carácter esloveno (no tan levantisco como sus vecinos del este pero algunos tan ultranacionalistas como croatas y serbios). No os confiéis aunque os obsequien con una merienda a base de quesos, vinos de la zona y repertorio folclórico de rancheras mexicanas con acordeón. Por cierto, los caldos no son nada del otro mundo aunque presuman de su calidad. Volviendo a los autóctonos, los hay amables y serviciales, pero también los hay que más que servirte el plato, te lo tiran a la cara enseñando los colmillos. El inglés no está muy extendido y algunos no pueden disimular la incomodidad que les supone tratar con turistas occidentales. Los paraísos siempre esconden infiernos. Quedáis avisados.

domingo, 27 de diciembre de 2015

Sicilia: esencia mediterránea en estado puro



Los bonitos carros sicilianos/C.P.

Es inevitable nombrar Sicilia y pensar en los asesinatos de la mafia, la especulación urbanística, el atraso secular y la inmigración hacia Milán y Estados Unidos. Sin embargo, más allá de los tópicos, la isla más grande del Mediterráneo es también una de las más bellas. Y no sólo por las playas, el perfume de los limoneros, las ruinas arqueológicas, los volcanes o la riqueza gastronómica. Sicilia es un cruce de caminos, un libro de historia al aire libre dónde todas las civilizaciones que la han intentado someter han dejado su huella de destrucción y de belleza. La indómita Sicilia es la esencia mediterránea en estado puro.

De Sicilia sorprenden muchas cosas. La primera, su gran extensión y la diversidad de paisajes naturales, pueblos y ciudades que el viajero encontrará durante la ruta. La segunda, el carácter de su gente. No hay nada menos italiano que un siciliano. Es un pueblo adusto, orgulloso y profundamente religioso. Supervivientes de muchas invasiones y mezcla de todas ellas, criados en una tierra dura que los sacude de tanto en tanto y les ha obligado a emigrar durante décadas, los sicilianos aman sus tradiciones, son desconfiados y tienen un peculiar sentido del humor. Ni tan solo intentando hablar italiano el forastero podrá evitar algún comentario burlón en siciliano, una lengua que desgraciadamente se está perdiendo porque sólo la habla la gente mayor del interior.

Ruinas del templo de Selinunte/C.P.
El viaje a Sicilia se ha de preparar con antelación, escogiendo muy bien los destinos si el tiempo que tenemos es limitado porque es imposible verlo todo. La mejor forma de visitar la isla es en coche porque muchos de los vestigios griegos y romanos están en lugares de difícil acceso, algunos en medio del campo. Además, hay que tener muy presente que Sicilia, a caballo entre Europa y África, es una isla mediterránea peculiar. En verano hace muchísimo calor y no es difícil que el siroco norteafricano la barra de sur a norte durante días. El invierno es cálido en la costa, pero en el interior las temperaturas bajan de cero grados y la nieve puede aislar los pueblos de montaña. La mejor época para visitarla es la primavera.

Los amantes de la historia no se han de perder las ruinas que fenicios, cartagineses, griegos, romanos, árabes, normandos, catalanes y españoles dejaron esparcidas en la isla durante los siglos de conquista. Sin embargo, más allá de Taormina, Noto Antica, Agrigento, Naxos, Selinunte o Segesta, llenas de turistas y de sicilianos exiliados que vuelven a pasar las vacaciones con la familia, también hay vida. La puerta de entrada más habitual es Palermo o Catania, dos ciudades sorprendentes y desconcertantes por la huella árabe de la primera y por la piedra oscura volcánica de los edificios de la segunda, que vive bajo la sombra amenazadora del Etna siempre humeante.

El bonito pueblo pescador de Cefalù/C.P.
La griega, árabe y normanda Cefalù es una pequeña joya situada en la costa norte, entre Messina y Palermo. A pesar de que Taormina es el primer destino turístico de la isla, el litoral entre Cefalù y el Capo d’Orlando es el menos explotado y uno de los más auténticos para disfrutar de la playa a pesar de que el turismo no deja de crecer. Cefalù es un pueblo marinero situado en una pequeña lengua de tierra al pie de una gran roca y tiene una de las catedrales normandas más bonitas de la isla hasta el punto de ser considerada como uno de los mejores ejemplos de arte bizantino en tierras sicilianas con el permiso del Duomo de Monreale.

Resiguiendo la costa del mar Tirreno en dirección oeste y dejando atrás Palermo se llega hasta la vieja y tranquila Trápani, típica por sus salinas y porque fue la puerta de entrada de los invasores árabes. Antes de llegar es obligatorio desviarse hasta Erice, un bonito pueblo medieval encaramado en una peña que durante la época romana fue centro de culto de la diosa de la fertilidad. Los árabes la rebautizaron como Gebel Hamed y los normandos como Monte San Giuliano. Su nombre actual se lo puso Mussolini en el año 1934 en recuerdo de la Venus Erycina romana. En la actualidad vive prácticamente del turismo.

Aguas tranquilas al sur de la isla/C.P.
Desde Trápani hasta Siracusa, la costa que mira hacia África muestra la cara más fea del urbanismo descontrolado en manos de la mafia y de los gobiernos locales que la sirven. Superado el impacto que dejan tanto las ruinas del Valle de los Templos como el horror de cemento que rodea Agrigento, toca hacer una parada en las barrocas Noto, Ragusa i Módica, reconstruidas después del terremoto de 1693 y con la mayoría de los edificios vacíos y medio abandonados. El viajero sólo se reconcilia con los excesos destructores de la humanidad cuando llega a Ortigia, el casco antiguo de la blanca Siracusa, una de las ciudades helénicas más importantes del oeste mediterráneo.

Fuera de los circuitos turísticos habituales en busca de sol y playa, Sicilia reserva en el interior algunos de sus tesoros más sorprendentes escondidos entre campos de trigo, bosques centenarios y enclaves medievales y barrocos como Enna. Su corazón reseco por el sol y su geografía esculpida por mil terremotos hacen las delicias de los amantes de las historias de Leonardo Sciacia, Gioseppe di Lampedusa i Andrea Camillieri. La mafia, gracias a las películas de Hollywood, también se ha convertido en un atractivo turístico y los vecinos del pequeño pueblo de Corleone han sabido aprovecharlo.

El interior siciliano es duro/C.P.
No se puede hablar de Sicilia sin nombrar su gastronomía, muy influenciada por la cocina árabe sobre todo en la utilización del picante y los sabores agridulces en sus platos principales, y en los dulces como la cassata, los cannoli y la azucarada frutta marturana. De sus orígenes sencillos basados en el aceite de oliva, las verduras y el pescado, la cocina siciliana ha regalado al mundo la caponata, la pasta con sardinas, hinojo, pasas y piñones; las sardinas rellenas y los estofados de sepia y calamar de Palermo, el cuscús de pescado de Trápani, y el atún –el pescado rey por excelencia- con cebolla, anchoas y tomate. Todo, regado con un buen vino marsala y una granita de limón o jazmín para digerir los kilos de más que el viajero traerá de vuelta.

Artículo publicado en El Diario de Viajes de Eldiario.es del mes de diciembre.

jueves, 19 de noviembre de 2015

Essauira, la belleza mestiza del sur marroquí


La muralla de Essauira desde la playa
Eclipsada por las ciudades imperiales del norte y azotada sin misericordia por los vientos alisios, resiste el paso del tiempo y los embates de un océano embravecido protegida tras su muralla. Essauira, la perla sureña de la costa atlántica marroquí, famosa ya en época romana por sus yacimientos de púrpura y lugar de refugio para hippies, orfebres judíos y surfistas, esconde su belleza mestiza y su terrible pasado de puerto negrero tras el velo del olvido.

Sólo los iniciados conocen su magia a pesar de que la sobreexplotación turística de la vecina Agadir la haya convertido en visita obligada para los miles de forasteros que llegan desde la lejana Europa buscando sol y playa. La irrupción del turismo con divisas, sobre todo francés, ha contaminado el espíritu tranquilo de la encalada Essauira y ha disparado los precios. Aun así, todavía es posible descubrir sus encantos escondidos recorriendo la medina y el puerto o visitando los talleres de los artistas que buscan inspiración en esta tierra encrucijada de culturas y cuna de la música gnaua.

Desde Marrakech, la mejor forma de visitar la cosmopolita Essauira es en grand taxi, unos destartalados Mercedes que pueden transportar hasta seis pasajeros. Sólo hay que buscar la parada, preguntar por el taxi que cubre nuestro destino y cerrar el precio después del obligado y agotador regateo. El recorrido máximo entre Marrakech y Essauria no llega en teoría a las tres horas. La carretera es buena y no hay mucho tráfico, pero a veces el trayecto se alarga por los peajes obligados que hay que pagar a algunos agentes de policía que buscan un sobresueldo a costa de los turistas.


Un mercado de camino a Essauira/C.P.
La carretera hasta Essauira atraviesa Chichaua, una animada ciudad famosa por el diseño de sus alfombras. El paisaje es árido, propio del sur marroquí, pero está lleno de sorpresas como la que supone ver rebaños de cabras encaramados a unos solitarios árboles llamados arganes devorando sus hojas bajo un sol inmisericorde. El fruto de este árbol que “prospera allí donde ningún otro crece, ni siquiera las malas hierbas o los cactus”, como escribió Paul Bowles en su libro Cabezas verdes, manos azules, se convierte en el preciado aceite de argán, muy utilizado en cocina y cosmética.

Al igual que la industria cosmética marroquí, los pastores de cabras también han descubierto una forma fácil de hacer dinero con el argán y se ha montado un lucrativo negocio a costa de los sorprendidos turistas que incluye a los taxistas. Se atan a los animales a los árboles más cercanos a la carretera y se espera pacientemente el paso de un grand taxi seguro de que el coche parará en el lugar pactado y de que los extranjeros pagarán encantados lo que les pidan a cambio de fotografiar el rebaño encaramado al resistente y espinoso argán.



Los cañones protegen la muralla de los piratas/C.P.
A diferencia de Marrakech, Meknes y Fez, la Essauira actual es una ciudad relativamente nueva aunque la historia nos traslade a tiempos remotos y la haya bautizado con muchos nombres. Fue colonia fenicia, cartaginesa y romana. En el siglo X se llamó Amogdul en honor del santón bereber Sidi Mogdul. Cinco siglos después los portugueses incluyeron la ciudad en su ruta comercial y transformaron su nombre original en Mogdura. El paso de los españoles primero y de los franceses después la convirtió en Mogador y hasta el siglo XVIII no fue la árabe Essauira, que significa lugar fortificado.

El trazado moderno de su medina es obra de Théodore Cornut, un ingeniero francés hecho prisionero por el sultán alauita Sidi Mohammed Ben Abdallah, que soñó con convertir Essauira en uno de las ciudades más prósperas de la región. En el siglo XVIII se enriqueció con la exportación de caña de azúcar, el tráfico de esclavos, el marfil y el oro que llegaba de Tombuctú; y se llenó de familias ricas, joyeros judíos y cónsules extranjeros que llegaron del norte, así como de antiguos esclavos originarios de Sudán, Senegal y Guinea.


Su puerto es uno de los más importantes de Marruecos/C.P.
Sede de uno de los puertos más activos de Marruecos gracias a la pesca de la sardina y la anchoa, Essauira huele a sal y a algas en descomposición. Sus casas pintadas de blanco contrastan con el color ocre de su muralla coronada por cañones y con el azul intenso del mar. Con la marea baja se vislumbra una bella playa que invita a remojarse los pies mientras las gaviotas ponen con su incesante graznido la banda sonora al paisaje. Contemplar una puesta de sol en Essauira quita el aliento y abre el apetito. Una vez saciado de pescado fresco a buen precio cocinado por los pescadores en el mismo puerto, lo mejor es perderse para siempre en el bullicio de sus calles.

Artículo publicado en El Diario de viajes de Eldiario.es del mes de octubre.

lunes, 19 de octubre de 2015

Bolonia, el paraíso de los gourmets

La variedad de embutidos es espectacular/Cristina Palomar

Bolonia y su región no sólo son la cuna de la salsa boloñesa, la mortadela, el jamón y el queso parmesano. Encrucijada de caminos entre el norte y el sur de Italia y entre el norte de Europa y el Mediterráneo, la capital universitaria de la región de Emilia-Romaña es el lugar ideal para descubrir que, más allá de Venecia y Florencia, también hay vida, belleza y cultura. Es la alternativa perfecta para pasar unas vacaciones lejos de la masificación turística y de los precios abusivos que caracterizan las capitales de la Toscana y el Véneto, y está muy bien comunicada con las dos por carretera y por tren.

El casco histórico de Bolonia recuerda al de Siena por el color tierra de sus imponentes edificios y palacios señoriales, y sus típicas torres medievales, vestigio del poder de las belicosas familias nobles, alteran la línea horizontal de la trama urbana que caracteriza la llanura que riega el rio Po. Del centenar de torres defensivas construidas entre los siglos XII y XIII quedan poco más que una veintena. Erigidas con madera y grandes bloques de selenita, la mayoría han desaparecido por los terremotos, los bombardeos o la piqueta de las reordenaciones urbanísticas posteriores.

Las torres Asinelli y Garisenda, símbolo de Bolonia/Cristina Palomar

Una buena manera de quemar los excesos de una gastronomía tan tentadora como extraordinaria es subir los 498 escalones de la torre Asinelli, que juntamente con la torcida torre Garisenda que aparece citada en la Divina Comedia, es una de las imágenes más conocidas de la ciudad. Llegar hasta arriba después de haber comido un buen plato de tortellini tiene su mérito y también su riesgo porque la estrecha escalera es muy empinada y siempre está llena de gente que sube o baja. El premio a tanto esfuerzo son las vistas espectaculares de Bolonia.

Dejando de lado las torres, Bolonia sorprende también porque es una ciudad porticada, con las aceras protegidas bajo los edificios. Los típicos porches boloñeses –sumados hacen unos 53 kilómetros- protegen al viandante del implacable sol del verano y de la molesta lluvia y la nieve del invierno, y hacen imposible la existencia de árboles. La construcción tiene el origen en un peculiar uso abusivo del espacio público que consistía en alargar hacia el exterior, sobre la calle, el primer piso de la casa, que se aguantaba sobre vigas y columnas de madera.

El centro histórico de Bolonia está lleno de porches/Cristina Palomar

Al final, esta peculiar técnica de construcción de edificios que privatizaba una parte de la vía pública obligó al ayuntamiento a fijar unas normas muy estrictas: la madera se tenía que substituir por piedra para evitar los incendios y el espacio bajo los porches tenía que ser de acceso público. El resultado es que hoy el peatón puede ir de una punta a la otra del centro histórico sin tener que sufrir los caprichos de una climatología continental de grandes contrastes. Incluso hay un recorrido turístico para visitarlos, siendo el Pórtico del Pavaglione, justo delante de la inacabada y enorme basílica de San Petronio, uno de los más bonitos y transitados.

A partir de la Piazza Maggiore, rodeada de palacios y museos impresionantes, se articula la ciudad antigua presidida por la famosa fuente de Neptuno. Lugar de reunión obligada de autóctonos y forasteros, la fuente era antiguamente uno de los lugares más importantes para proveer de agua fresca a las casas, alimentar al ganado y lavar la mercancía que se vendía en los mercados. De hecho, la historia de Bolonia está íntimamente ligada al agua. Cuesta de imaginar viendo la ciudad ahora con sus calles empedradas, pero durante el siglo XIII fue uno de los centros industriales más importantes de Italia gracias a la industria textil, sobre todo a la seda que Marco Polo trajo de China, y a sus canales.

Los canales bañaban la antigua Bolonia/Cristina Palomar

El agua bañaba los cimientos de la ciudad y una compleja red de canales navegables la conectaba con Venecia a través de la llanura emiliana. La competencia era feroz y los conflictos eran habituales porque de tanto en tanto sus vecinos del norte cerraban los accesos de los canales a la laguna dejando a los laboriosos boloñeses incomunicados y sin agua para los talleres. El único vestigio que queda de la extensa red de canales se encuentra en el bonito barrio que ahora ocupa el antiguo gueto. Escondido entre un revoltijo de callejuelas y enmarcado en una curiosa ventana que los turistas no paran de abrir y cerrar aparece un trozo del canal que alimentaba a un antiguo molino.

Sede de uno de los campus universitarios más antiguos del mundo, el Archiginnasio, la ciudad que da nombre al polémico Plan Bolonia es conocida como la roja por haber sido punta de lanza durante décadas de las políticas progresistas de la izquierda italiana. La revolucionaria Bolonia tiene memoria y honra a sus muertos dando el nombre de Anteo Zamboni, el estudiante de 16 años que intentó matar a Benito Mussolini en 1926, a una calle de la zona universitaria. Mientras tanto, en la puerta del ayuntamiento un monumento recuerda los nombres de las víctimas del brutal atentado fascista en la estación de Bolonia del 2 de julio de 1980.

El insuperable queso parmesano/Cristina Palomar

El carácter boloñés es afable, abierto y mucho más humilde que el de sus vecinos venecianos o florentinos. Más sencillos a la hora de vestirse y menos ceremoniosos a la hora de relacionarse con los demás, los boloñeses muestran su escondido refinamiento en las cosas de comer. La oferta gastronómica de toda la región, comenzando por los vinos y siguiendo por los embutidos y los quesos, es impresionante. Es imposible regresar a casa sin unos cuantos kilos de más, en gran parte por culpa de los precios asequibles de las tiendas de alimentación y de los restaurantes localizados en el Quadrilatero formado por las estrechas calles de Pescherie Vecchie, Caprarie, Clavature i Drapperie.

Toda la región es un paraíso para los gourmets/Cristina Palomar

Entre las muchas maravillas culinarias destaca el ragú, una salsa a base de tomate y carne de la parte más magra de la tripa del cerdo. La receta de los tortellini rellenos de carne de cerdo, jamón crudo, mortadela y queso parmesano que los boloñeses comen con caldo está registrada desde 1974 y, si con esto no tenemos suficientes, podemos probar la lasagna, los tagliatelle, las tortas de arroz y el certosino, un pan de especias típico de Navidad. El dicho popular que asegura que en Bolonia se come en un año lo que en Venecia se come en dos, en Roma en tres, en Turín en cinco y en Génova en veinte es una verdad como un templo.

Artículo publicado en El diario de viajes de Eldiario.es