sábado, 1 de septiembre de 2018

La Istria croata, un paraíso nudista



Llegar a Croacia seis horas más tarde por haber perdido la conexión y sin las maletas no es la mejor forma de comenzar un viaje. Tampoco lo es que te alojen en un hotel de cuatro estrellas con moqueta llena de manchas, pasillos con bombillas fundidas y una roñosa alfombrilla de goma para la ducha colgada de una percha detrás de la puerta del baño. Pero es que Croacia es así: si rascas la capa de pintura democrática más reciente reaparece el óxido de la dictadura. Tampoco el carácter de los croatas ayuda a encariñarse con ellos. Excepto en la costa istriana, quizás por la influencia del mar, en el resto del país son secos y distantes. Deben de ser los efectos de la pecular amnesia colectiva que sufre el país: la guerra no existe aunque no dejen de hablar de ella.


Con estos pensamientos aterricé en Zagreb una calurosa tarde. Para no ser injustos es recomendable repetirte el mantra quédate con lo bueno y borra la malo. Lo bueno para mí son los paisajes croatas, que me hechizaron desde el primer momento. Lo malo es el resto: la comida sosa, la antipatía de la gente, la masificación turística y, por encima de todo, las pintadas ultranacionalistas, la obsesión con la religión católica, el racismo hacia serbios y bosnios (sobre todo musulmanes), y la manía de reescribir la historia. Croacia es un estado miembro de la UE pero con euros no irás a ningún sitio. La moneda oficial es la cuna (un euro son unas siete cunas al cambio) y un café vale unas dos. Si viajas por tu cuenta sudarás tinta si intentas comunicarte en inglés. Con el alemán (el ruso con las personas mayores) harás más amistades.



Como en el caso de sus vecinos eslovenos, las infraestructuras hoteleras son insuficientes y están anticuadas. La  mayoría de los hoteles están ubicados en las afueras, así que para acceder al centro de la ciudad no queda otro remedio que el taxi. Aún así, perderte por las calles de la Zagreb antigua es una delicia. La subida vale la pena si el calor no aprieta y si vas con prisa, ahórrate la catedral y pasea por el mercado. Es un país mediterráneo, así que no encontrarás nada sorprendente (excepto miles de avispas devorando fruta), pero da gusto ver tantos colores. Desde la cima las vistas son bonitas si no hay bruma. Zagreb es una ciudad limpia que esconde rincones sorprendentes y que se mueve en tranvía y bicicleta. Si tienes tiempo, dedícate a caminar por sus parques.


Mi periplo vacacional se centró en el noroeste del país y de Zagreb salté a la hermosa península de Istria pasando por el impresionante parque nacional de Plitvice y la insulsa región de Opatija-Rijeka. El cambio, tanto de paisaje como de carácter, es notorio. En la costa istriana la gente es más abierta, se oye el italiano con un sorprendente acento eslavo del sur que me recordaba a la escritora Marisa Madieri y su doloroso exilio, se come rico pescado y los mercados resplandecen de miel, melones gigantes y ristras de pimientos de colores. Casi todos los pueblos han sucumbido al destrozo que conlleva el turismo como industria sin alma pero todavía se pueden encontrar joyas escondidas entre tanto mamotreto de cemento.



El turista es básicamente alemán y austríaco, aunque también llegan húngaros, checos y eslovacos. También disfrutan de la Istria croata los italianos que buscan precios más baratos. El nudismo es una práctica habitual desde hace décadas y hay un montón de cámpings donde pillar un bronceado integral. El Adriático es un mar tranquilo cuando está de buenas. Sus aguas cristalinas invitan a un baño pero en las playas solo hay piedras, así que es imprescindible llevar en la maleta zapatillas de goma. Rovinj, Vrsar y Porec, con su basílica del siglo VI patrimonio de la Unesco, son visitas obligadas y el paseo en barca por la costa -con almuerzo y acordeón incluído- es inolvidable.


Croacia tiene el privilegio de poseer extraordinarias joyas naturales. A parte de su costa oeste, plagada de islas rocosas con bellas pinedas y de pueblos con aires venecianos, tiene una colección importante de parques naturales, aunque el rey es Plitvice. Es parque nacional y tiene 16 lagos comunicados por 92 cataratas y cascadas. El sendero está muy bien señalizado pero el problema es que no imponen límites de visitas y hay momentos en que hay tanta gente sobre una tarima haciéndose selfies que no puedes evitar pensar en un accidente. De hecho, más de un móvil acabó en el agua y aunque está prohibido meter los pies en los lagos, algunos turistas no dejaron de hacerlo durante todo el recorrido.




El interior del oeste de Croacia no es tan amable como la costa istriana. Tampoco se come bien, más allá del filete demasiado hecho y el puré de patatas de rigor. A mí, la última comida antes de regresar a Zagreb se me atragantó cuando me llevaron a un restaurante cuya máxima atracción eran dos osos encadenados. Todo el mundo parecía fascinado con los pobres animales: la hembra todavía se acercaba a la reja en busca de comida pero el macho estaba en un rincón mordiendo un trozo de pneumático. Me recordó las típicas estampas balcánicas con el oso como principal atracción de feria y no puede evitar un escalofrío cuando enseñó las zarpas.



Con la terrible imagen de los osos todavía en la retina pasamos ante el futuro museo de la última guerra balcánica de regreso a la capital. De momento solo es un proyecto con algunos carros blindados y restos de armamento pesado rescatado de los campos. También había una casa destrozada por las bombas. De hecho, no fue la única que vimos durante todo el viaje y la imagen de los impactos de ametralladora en las fachadas es sobrecogedora. No ha pasado mucho tiempo desde que acabó la guerra (1991-2001) y los traumas perduran, como demuestra el elevado número de suicidios de jóvenes fruto de violaciones.

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