lunes, 7 de octubre de 2013

El paraíso islandés era un espejismo

Pastor con su oveja/Cristina Palomar


Antes de la crisis, aterrizabas en Islandia y parecía que llegases al paraíso. Te explicaban que allí todo el mundo era feliz gracias a un papá estado bondadoso que se encargaba de tus hijos mientras tu estudiabas en la universidad, que te pagaba los estudios y la sanidad, que te subvencionaba la casa y que después te garantizaba un buen puesto de trabajo y unas buenas vacaciones.

Y tú te lo creías porque veías que todos los islandeses eran rubios, altos y bellos, y llegabas a casa y abrías el grifo y salía agua caliente con propiedades medicinales que no pagabas. Y si te aburrías de ver tanta belleza islandesa sonriente y de beber tanta agua con olor a huevos podridos, podías escoger entre una asombrosa oferta cultural, artística y de ocio.

Americanos y europeos hacían escapadas de fin de semana a Reykiavik para irse de marcha, el centro de la ciudad de llenaba de bares, restaurantes y tiendas de diseño, y si tenías más días podías contratar un guía y hacer una vuelta por la isla en avioneta o en caballo.

Cuando yo llegué un mes antes de que se hiciera pública que la economía islandesa estaba en números rojos, hacía ya tiempo que muchos islandeses se habían quedado sin trabajo, que muchas empresas habían cerrado y que los jóvenes volvían a emigrar hacia Dinamarca y Noruega. Las inmensas grúas del centro de la capital no se movían y los esqueletos de los edificios de oficinas a medio construir se extendían como una plaga. 

Explico todo esto porque más que un paraíso, Islandia ha sido un espejismo de Arcadia. La vida en la isla nunca ha sido fácil. Ante el clima horroroso que incomunica pueblos y ciudades durante meses, la oscuridad y la obligación de importar casi toda la comida del continente porque la tierra no acepta ni patatas, entiendes que el Estado haga todo lo posible para que los islandeses no emigren para siempre. De hecho, ya les prohibieron una vez abandonar la isla.


Caballos islandeses desbocados/Cristina Palomar
Los 400 kilómetros de recorrido del tercer día de viaje me dieron para mucho. Todavía impresionada por la bucólica imagen de una manada de caballos islandeses corriendo desbocados delante de nuestro jeep y del paisaje, el conductor me explicó que la electricidad llegó a su pueblo hace sólo 40 años.

Para ilustrarnos un poco más sobre las duras condiciones de vida de los islandeses, en el trayecto hasta Akureyi paramos en una de las muchas fábricas de arenques que se construyeron en los fiordos occidentales y que ahora se han reconvertido en museos. Visitamos la de Siguljordun y allí conocí las duras condiciones de trabajo en la fábrica y también la historia de los intrépidos pescadores vascos del bacalao.


Granja típica islandesa/Cristina Palomar
Para seguir desmitificando el mito islandés, nada mejor que te lleven a visitar una granja en medio de la nada transformada también en un museo. La casa estaba casi enterrada y parecía una cueva: por un estrecho pasillo lleno de habitaciones minúsculas y oscuras te ibas adentrando hasta la cocina. Los islandeses vivían con sus animales casi como los topos para protegerse del frío.

En el siglo XVIII el hambre y las enfermedades por una pésima alimentación hacían estragos y llegar hasta los 50 años era un milagro. Los que no podían emigrar a América se quedaban en los pueblos y se casaban entre ellos a los 12 años para tener muchos hijos. Recorrían las grandes distancias entre los pueblos a pie y calculaban la distancia por la cantidad de zapatos que destrozaban. Me impactó ver que los zapatos eran simples zapatillas de bailarina hechas de piel de pescado que se ataban a la pierna.

Todavía impresionada llegué a la capital del norte de la isla donde viven unas 15.000 personas. Akureyi parece un pueblo, lleno de casitas de colores de madera y con una calle principal que va de un lado al otro.

En una de las tiendas sonaba Björk y aproveché para comprarme unos bonitos guantes de lana más australianos que islandeses. Como ya expliqué, los islandeses no afeitan a sus ovejas y dejan que la lana se les caiga a trozos. Les resulta más barato importarla de Australia ya manufacturada que hacerlo ellos. Tanta protección del Estado acaba volviendo tonta a la gente.

Islandia: las razones de mi viaje a la isla misteriosa.



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